sábado, 26 de diciembre de 2009

Casi diez años


Era tan difícil de creer, de digerir nueve o diez años en un instante. Densa atmósfera de levantarse en la mañana y viajar dos horas, anclado en un vaivén de paisajes y canciones. No le encuentra sentido, él no le encuentra sentido a nada y no tiene por qué. Han pasado ya nueve o diez años, quizás más o tal vez menos, pero da la impresión de una vida completa, una vida entera sin verla. Ya cada vez son más borrosas las memorias y es algo que provoca un sueño distante, un bostezo, el recuerdo del reloj barato siendo sumergido en una cubeta de agua, y ella riendo al ver que se descompone. Él siente pena, pero agradece por su risa, agradece por ella, aunque ella se va y ya son diez años, o nueve. Ha pasado desde la muerte, la muerte doble, el abandono, el vender la casa y ahora llegar y ver todo como memorias detrás de una vitrina empañada. Quedarse recargado en el cancel y mirar a ambos lados de la acera, esperando lo inesperado, que nunca habría de llegar y menos bajo la figura de ella, la de los nueve años o más sin mostrarse.

Fue cosa de llegar y tomar café, después de unas galletas en el camino, y jugo con canciones que iban a dar a otra parte, a otro pensamiento. Toda la carretera, con la neblina y el frío, la calefacción del auto y sus ideas en otro tiempo, en otra persona que no es ella y que merece más su atención. Luego el smog, la delicada tristeza que poco a poco toma forma, pero aún sin llegar ella. Por que ella no iba a aparecer con la simple nostalgia de suspirar y pensar en el pasado, tendría que llegar con algo más, con un vínculo tangible pero aún lejano. El sabía que nadie se la iba a presentar, estaba consciente de que no había manera de verla y romper los diez o quizás más años de ausencia. Fue cosa de llegar y tomar café y de que las paredes despidieran levemente un aroma a añoranza. Pasan los minutos y sale al tianguis, al tumulto, al ruido y a la gente, a encontrarse con la gente, de nuevo entre la gente. Hacía tantos meses que no se encontraba con tantos de su misma especie en un solo lugar, y entonces cuando se lanzó al mar de humanidad se sintió vivo. El tejuino, la ropa barata, la mercancía cruzada entre piratería e imitación, la comida, las pruebas gratis, el río de gente no lo dejó pensar en muchas cosas. Todo era concentrarse en caminar y sobrevivir.

¿Pero de qué manera? ¿Cuántas posibilidades había de que sucediera? Pocas, y sin embargo ocurrió el reencuentro, no con ella, pero sí con gente que sabe de ella. Pasó de irse contando historias sobre los vendedores al revoloteo de mariposas juguetonas en el estómago, escuchar “hoy es veinte de diciembre, su cumpleaños” y pensar en las posibilidades, en lo que nunca habría de suceder a conciencia, a voluntad. La misma edad, “siempre han tenido la misma edad”, pero ya son nueve o diez años de no verse, de acordarse a ratos (muy pocos en comparación de los años mismos) de la otra persona. Escuchó esas palabras y de pronto olvidó el tianguis y todo lo demás, olvidó la oferta de jitomates y los discos piratas de éxitos del momento. Todo se volvió ella y las vagas palabras sobre ella. Su cumpleaños, la anécdota del reloj en la cubeta, el juego del polvo en la calle, una voz que ahora ya no sonaba exacta, que era más invento que veracidad, un juego eterno entre la memoria y lo que ya no puede ser memoria, sino pura mentira, desesperada mentira y explicación infantil. Es que fue hace diez años, o quizás menos.

Lleno de emociones abandona el tianguis que está, a su vez, lleno de emociones, pero son voces, gritos y murmullos que nada aportan y cambian relativamente poco. Él es ahora una olla donde se cuecen preguntas y hormonas sin saber por qué. No la ha visto en nueve o diez años y siente las hormonas por allí corriendo, por allí haciéndose sentir, quizás como un susurro de lo inexplicable del alma, del amor a un recuerdo vago e impreciso. Leer una novela histórica produce un efecto apenas comparable, devorar letra por letra las hazañas de algún héroe sobrevalorado o un romance atorado en lo que ya fue. Pero esto era más fuerte, era una memoria de años atrás, un rostro impreciso y sin embargo el nombre, sin embargo ella ahí, tan presente ahora y tan lejos, tan sólo un recuerdo ingrávido que calma el corazón de un malestar que a duras penas puede llevar ese nombre. Va caminando las calles y piensa que el tianguis ya no es asfixiante como cuando niño, cuando se sentía aplastado y abrumado por tanta humanidad presente. Va pensando en ella, cuando jugaba con ella, cuando abría el cancel y la buscaba y se iban las tardes por entre los dedos. Sin embargo, cualquier cosa que pudiera planear o idear ahora se vería opacada por la presencia y ausencia de ella, rodeada de misterio y de explicaciones faltantes. Llega a la casa y de nuevo aparece el ritual de recargarse en el cancel y esperar, voltear a ambos lados de la calle y esperar, un milagro que sólo puede llamarse así, casualidad. Que aparezca por aquí justo el día de su cumpleaños, que se aparezca en un lugar en el que ya no tiene por qué aparecerse.

La comida, la comida con toda la cordialidad y la compañía. Las risas no apagan la inquietud, ni mucho menos el aliento a cebolla. Pasa bocado tras bocado y mira a la calle, mira la calle sin tener un motivo, sólo el capricho de saber que nada va a pasar y aún así estar aguardando a que suceda. Los minutos pasan y son como un péndulo, como el pozo y el péndulo pero sin tanto sufrimiento, quizás un leve malestar en la cabeza y el corazón, pero así como sufrimiento puro no. Es hora ya, aunque esté leyendo muy quitado de la pena junto al cancel y la gente se pregunte por qué está ahí, sabe que el tiempo se acerca y pronto habrá de irse al hotel, y en el hotel ya no habrá más mujer de los diez o nueve años sin aparecerse, habrá de olvidarse de ella y esperar, a lo mejor, otro año más. Hay despedidas, hay abrazos, la gente en la calle mira, pero no es ella la que está mirando porque ella no está ahí y no estará, y no ha estado en unos diez años o menos. Él se resigna y se va al hotel. Y ella sigue muy allá, a diez años de distancia, o más.

Ahí en el hotel cambia de mundo, ahí hay reservaciones y elevadores, maletas, baños, llaves, y una cama que le hace recordar lo que ya no tiene caso recordar. Viene a su mente ella, con el juego en la calle, el polvo, el niño aquél al que no dejaron jugar porque no estaba sucio como ellos, las risas y el regaño, pero sobre todo las risas. Y pensar que es veinte de diciembre y el ahí, y ella ahí pero tan lejos. Jamás, en nueve años, y jamás en quién sabe cuantos más. “Ya dieciocho” piensa él, ya dieciocho mientras lo llevan a cenar. ¿En donde estará? Cena y luego duerme, y se retuerce entre las sábanas, entre el calor que hace aunque sea diciembre. Se quita los pantalones y se deja la playera negra, aunque luego se quita la playera y se pone los pantalones, el aire acondicionado no es una opción porque por la mañana habrá de regresar a casa, y “casa” está en una ciudad más fría, más alta y sin ella, sin la de los diez años o más sin mostrarse. Despierta y se da un baño, se mira desnudo frente al espejo del hotel y ya no quiere pensar en ella porque es algo que sólo cansa y ya no tiene lógica, y mientras cae el agua caliente (podría haber elegido agua fría y saludable pero no) piensa que tiene un desayuno de cortesía y ojala ella estuviera ahí. ¿Pero cómo, si ya son tantos años?

Desayuna, hay buffet, y la gente de todas partes, la gente ajena y desconocida come lo mismo. Pero entre tantas personas anónimas no hay nada qué ver, así que mejor prefiere subir al cuarto por las maletas, mirarse al espejo para notar algún cabello fuera de sitio y mirarse, seguirse mirando, seguir mirándonos, y luego salirnos del cuarto para luego irme, lejos de la mujer de los nueve o diez años sin dejarse ver, la de la vida entera sin saber por donde, hasta cuando y para qué verla.

sábado, 19 de diciembre de 2009

El Desierto


I
El atardecer
es un truco de mi parte
que me deja contemplarte
y luego desaparecer.


Amo ver tu piel a contraluz,
Aunque la luz ya no exista
y no esté tu piel.



II
El atardecer lo pinta todo de naranja.
Es raro escribir con esta luz.
El único placer que me queda es arrojarle piedras a las nubes
y ver cómo caen al suelo,
perdiendose entre la arena,
levantando una ligera capa de polvo.
No me siento seguro al mirar aquel bosque de donde salí.
Siento que no entiendo muchas cosas...



III
Ay mujer, si me encuentras atarantado y estúpido,
usa los dientes y muerde mi mente,
no dejes que la vida se me vaya de repente.



IV
>> Hoy arrojé una piedra a un oasis.
Estaba formado por un grupo de palmeras
que rodeaban un pequeño charco de agua.
Del centro del charco sobresalía una roca de color marrón,
la cual se llevó todo el golpe de mi piedra.
Tras el incidente, salió del agua una Sirena,
con dos conchas cubriéndole los pechos,
y una larga cola color salmón.
Su cabello, ondulado, de un tono negro tan oscuro que hasta me asustaba,
parecía moverse por cuenta propia.
No hacía mucho viento.

-Ya estoy hasta la madre de estos viajeros impertinentes,
no han besado ni a la almohada y ya se creen el cuerpo de Cristo.

¡Me siento indigno hasta con las Sirenas!
¡Ay! Ya no me atrevo a mirar el bosque,
que cada vez se ve más lejos...



V
Mi dieta a base de jugo de piedras y sopa de arena
ha hecho estragos en mi mente.
Uno de mis peores miedos se ha vuelto realidad:
Hoy me habló una piedra y me preguntó mi nombre
y mi lugar de procedencia,
mientras yo la exprimía
como un desquiciado.



VI
Si es que no te he amado
soy entonces de cartón.
¿o es que yo te he idolatrado
mientras eras de latón?



VII
Lo que más me gusta del desierto
Es que el viento no te pide explicaciones.



VIII
Hoy perdí mis sandalias.
Estaba jugando con ellas, lanzándolas al viento
y escuchando el sonido que producían al caer al arenoso suelo,
cuando de repente una de ellas fue tragada por la arena,
sin dar explicaciones.
Viendo que una sola sandalia no me serviría de nada,
la arrojé lejos, muy lejos,
en dirección a la nada.



IX
Sirena, termina de estremecerme,
que no son tus brazos la muerte
ni tu voz la perdicion.
Son tus labios lo mas dulce
y es tu lengua mi solución.



X
Ahora creo que estoy caminando en círculos,
porque estoy siguiendo las pisadas
que me prometí no seguir nunca.
Me gustaría tener la misma energía que tenía
cuando abandoné el bosque,
pero ahora sólo tengo la mitad.
¿Qué importa?
Ya encontraré en donde
y con quién...



XI
En la desértica noche,
bajo la luz de las estrellas indiferentes,
una doncella me asaltó
con la más sublime de las armas blancas:
un beso.

No supe exactamente cómo fue que sucedio.
Caminaba buscando un lugar para dormir,
cuando de repente alguien me tapó los ojos con sus manos.
Manos tersas, pequeñas, delicadas.

-¿Quién es?
-¿Qué ya no te acuerdas de mi, pillo?
-¡No estoy para bromas!
-Tu peor pesadilla corazón, tu peor pesadilla...


Así, con sus manos tapándome los ojos,
me besó y me dejó sin ganas de nada.
Su labios me sabían a pasado,
a esperanza, a preguntas, a dolor, a deseo...


Tardé tiempo en descubrir la identidad de esa finísima doncella de complexión delicada.
Era mi Delirio, encarnado en la más inocente de mis Lujurias desérticas.


Ahh, ya estoy harto de amor ocasional
en este desierto imponente...
En la madrugada me ví suplicando....
>>No me dejes solo, no me dejes solo....



XII
No me dejó sólo.
Doncella de vírgenes miradas,
desnuda la insolencia de mi tempestad
y abrígate con la locura de mi sangre.



XIII
¿Es este cerro una realidad?
¿Porqué estoy aquí?
No, esto no debería ser así...
Y es que de lejos todo se veía verde,
pero no era por las plantas,
sino por las rocas, que usan su camuflaje
y atraen a arqueros desesperados como yo.
El paraje luce verde, pero está más seco que mi piel...




XIV
Las rocas me vieron regresar al desierto.
Caminando voy, caminando me pierdo.
Me doy cuenta (repentinamente,
como suceden todas las cosas buenas en esta vida)
de que mi verdadero hogar siempre fue el desierto.
No el bosque,
no el cerro engañoso.
El desierto y su calidez paternal.
Perdóname por abandonarte,
por ser tan insolente.

Me lancé al suelo arenoso
y recé trescientas treinta y tres oraciones.
Por nada en especial,
es que me gusta el número tres.



XV
Arquero sin flechas
Baja del cerro estrepitosamente
Cae, y busca en la aridez un consuelo
Una búsqueda, un logro
Lanza flechas por doquier
Lanza flechas.



XVI
No más cerros, ni estanques
No más arriba ni abajo.
Llanura esteparia para mí,
Manos cerradas, y ojos pestañeantes
Y las musas se han ido ya.
Mas queda una doncella…
De ojos profundos, fiel,
Me persigue…



XVII
Aquí me tienes, arena maternal.
Estoy de regreso, por una razón
que brilla por su obviedad.
Jamás debiste dejarme ir,
aunque sé que eres sabia
y tu razón tendrás.
Aunque nada me gusta asegurar.
Tal vez, de nuevo me verás salir,
aunque hoy,
mi desierto,
te veo como un hogar.
El hogar que siempre fuiste
y que intenté negar.

jueves, 17 de diciembre de 2009

De todos y de nadie


Me molesta observar cosas que no deberían importarme. Paso de la indiferencia a la intriga en segundos, y por eso se fijaron en mí. Ojala hubiera seguido mi rutina como estaba estipulada desde un principio, desde que puse mi pie izquierdo en el frío suelo de la mañana. Pero no, aquel día no iba a poder deshacerme del destino que me acechaba con ganas de devorarme de principio a fin. Son contados aquellos instantes que puedo recordar para siempre, ya sea por agradables, porque los suspiros que me arrancan son de pura y llana satisfacción, o por horrendos, mordaces, angustiantes. Aquel día, sin embargo, lo rememoro por inusual, porque me cambió la vida, porque me siento animal salvaje, sedado y llevado al zoológico y despertado con lechuga y frutas cuando lo recuerdo. Me siento muchas cosas, pero aquí no se trata de sentir uno, sino de hacer sentir al prójimo, a ella. Todos mis sentimientos los tengo que transformar en palabras para así poder regalarlos, esperando en la otra persona un rostro de viva satisfacción, de justificación a un excéntrico gusto. Y esas caras, esos gestos los obtengo. Pero por ahora, tengo que empezar por la comida, lo que pasó aquel día en que salí, ví, y luego me comí el atún.

Iban a dar, pues, las tres de la tarde. Yo salí a la calle y el sol me abofeteó. No nubes, no aire corriendo entre las casas. Llevaba veinte pesos en el bolsillo e iba en busca de algo para acompañar mi fiel lata de atún en agua y mis galletas saladas. Quizás frituras, o una pieza de pan, mas el refresco. La tienda quedaba a la vuelta de mi casa, tres puertas a la izquierda, y yo caminé. Cuando doblé en la esquina, noté un automóvil azul celeste estacionado indiscretamente junto a la acera, que siempre está abandonada. Yo, curioso (no sé de donde saqué este impulso, fue el primer error de todos), me aventuré a poner las manos sobre el vidrio y examinar el interior. Era un bonito automóvil, aparentemente un último modelo, lleno de accesorios femeninos. Me fui de ahí y seguí caminando a paso lento, a paso desinteresado de todo. En la tienda seguí con esta pausa, esto de cruzar los brazos y olvidar lo que estaba haciendo, olvidar el atún que me iba a comer y suplirlo con pláticas amenas y palabras y palabras. Me dan las tres y media y pago mi refresco y únicamente el refresco, porque he preferido ahorrar. Paso junto al coche y siento un leve esbozo de intriga. ¿De quién es? Nadie a quien contarle esto, porque estoy solo en casa, mis padres salieron de viaje por una semana y no puedo recordar con exactitud a donde fueron. Lo más importante es que estoy solo en casa. Me comí el atún con naturalidad, pero al probar las galletas saladas noté ademanes de impaciencia en mis reflejos. Casi tiro el refresco y las servilletas. Como era lo único que traía en mente, atribuí mis desvaríos al pensamiento del auto y la estúpida curiosidad que había engendrado en mi persona. Me limpié los labios y salí, a fijarme en el auto y a tentar a mi intriga, al suspenso barato. Y ahí estaba el auto vacío, desesperantemente vacío y sin alguna pista. Me acerco, me apoyo en un poste de madera y contemplo con supuesto interés al citado vehículo. Ese fue otro error, jamás debí salir, ni acercarme, ni recargarme, ni mucho menos quedarme ahí como idiota. Fueron varios errores, ahora que lo pienso. Pero ya no había marcha atrás. El sol me seguía abofeteando la cara, y esperé.

Eran las cuatro. En ese momento no me dí cuenta de que todo lo que acababa de hacer me había conducido al temible territorio de la incertidumbre. Fue todo como un relámpago cayendo en medio de la ciudad. Algo inesperado fue el automóvil negro de vidrios polarizados y la puerta del copiloto abriéndose. Era una mujer morena, alta, elegante, de unos cuarenta años. Cabello negro lacio, hasta los hombros, labios pintados de marrón. No me fijé en su ropa, no tuve tiempo. Ya el conductor, de lentes oscuros y traje sastre impecable, se acercaba a mí como gorila enfurecido. Sólo escuché el “¡atrápalo!” que gritó ella, y de pronto yo ya forcejeaba inútilmente. Sentí un golpe en el hígado, el tipo me llevó frente a la mujer, quien me dijo “Nos vemos mañana”. En aquel momento yo estaba tan confundido que, cuando entré al auto negro de vidrios polarizados, empecé a reír. Una risa, unas carcajadas de nerviosismo puro, de preguntarse qué está pasando, y sobre todo, por qué, o para qué. El tipo escuchaba cumbias, yo iba acostado en el asiento trasero y pensé en el secuestro. Todo lucía bastante improbable, así que dejé que la realidad se fuera mostrando poco a poco ante mis ojos, aún remojados en las finas fragancias del escepticismo. Me vino a la mente la mujer y su elegancia de cuarenta años, sus palabras, ¿mañana? ¿Mañana qué? No estaba amordazado y se me ocurrió preguntarle a mi secuestrador, el gorila de lentes oscuros y traje sastre inmaculado, sobre la razón de todo este circo arrebatado y de reflejos como ráfagas. Pero fue inútil, su respuesta fue un sincero silencio que se me contagió.

Me comió el nerviosismo, de pronto. No me fijé a donde estábamos yendo, bien pude haber tratado de escapar del auto, pero la pistola en el bolsillo de mi captor me hizo pensarlo dos o tres veces. Además no lucía amenazante y su tranquilidad me daba una especie de confianza, confianza desesperada o sólo una jugarreta de mi mente para no pensar en cosas peores. Ya después no supe que fue lo que me pasó que me ganó la boca cerrada. Llegamos a una obra negra, y estaba la puerta negra. La casa era de dos pisos, los ladrillos estaban expuestos, no había ventanas, pero sí una puerta negra. Mi secuestrador ya no parecía tanto un secuestrador, ahora lucía más bien como un maestro, alguien posicionado un nivel arriba en la escala de valores de un juego que yo no entendía, o no estaba autorizado aún para entender. Me abrió la puerta, me llevó a la planta alta del lugar (la obra negra se encontraba a las afueras de la ciudad, de esto me di cuenta cuando miré por la ventana y vi el caserío a lo lejos) y había una cama. El baño era lo único funcional y estaba aparentemente terminado. La ausencia de palabras o explicaciones fue provocándome lentamente una picazón en la espalda, un ansia de comerme las uñas, de querer llorar como cuando uno es niño y se pierde en una plaza. El tipo abrió un armario, sacó una bolsa con ropa y se metió al baño. Había una gran colección de sacos, corbatas, camisas y pantalones. Y los zapatos y las calcetas también estaban ahí. ¿Y ahora? El hombre salió del baño, vestido como persona normal, ya sin el traje y la elegancia, y me habló.



-Hay jugo y galletas en uno de los cuartos de abajo. Te voy a dejar aquí y mañana vengo a abrirte la puerta a las dos y media de la tarde, y te vas a tener que llevar el coche negro y la pistola. Melissa te va a estar esperando en la esquina de la calle L. y la calle A. Tienes que ponerte alguno de los trajes del armario. Y toma estas pastillas de menta, porque las vas a necesitar.

Se fue.

Yo me quedé ahí, pidiéndole explicaciones a las paredes, o a la tierra, o a la ventana sin ventana. Nunca iba a obtener nada, así que bajé por jugo y galletas y pensé en este sueño no soñado, en esta vida no vivida. No era pesadilla, porque no la sentía como tal. Se trataba, sencillamente, de realidad pura, improbable, y pensé en Melissa. La mujer de cuarenta años era Melissa, y era guapa. ¿Por qué esperarme a mí, en todo caso? Yo mismo me sentía extraño al pensarme ahí, solo, estando sin saber por qué. La noche era silenciosa y el no hacer nada me hacía sentir mal, porque a mi no me gusta dudar y además, estaba dudando del secuestro, un secuestro atípico, un secuestro Light que no tenía razón. Me quedé dormido.

Por la mañana bajé por más jugo, más galletas y más sensatez. La noche y el sueño, con sus imágenes etéreas e improbables, bañaron la casa vacía y la cama y el armario con los trajes con una penetrante esencia mecánica: el hacer las cosas por hacerlas, no cuestionar, no imaginar nada, simplemente vestirme y esperar las dos y media de la tarde. Un letargo de media muerte bajo el sol, acechando al sonido de la puerta abriéndose. Llegó mi captor (dudo que tenga sentido llamarle así todavía) y me entregó las llaves del auto, la pistola, y yo estaba vestido de traje sastre y de calor. Me dio, también, los lentes oscuros, y se despidió de mí sin decir adiós, simplemente se fue. Yo tomé el auto, y mientras manejaba, viendo las calles y la gente sin que la gente pudiera verme a mi, sintiendo la protección de un vidrio polarizado y la pistola en el bolsillo sin saber usarla, vi a Melissa en la esquina de L. y A. Un vestido azul celeste y unas hermosas piernas morenas, rostro elegante, afuera del automóvil azul y mi miedo, mi miedo sale a flote. Ella abre la puerta del copiloto. “Llévame a dar una vuelta, hermoso”.

Yo conduje el auto por calles al azar, simplemente dando vueltas y vueltas. Me estacioné en una cuadra vacía, creo que era la calle de T. Ahí Melissa me dijo que era una mujer rica y solitaria, que no sabía cómo llenar tantas tardes vacías después de trabajar y que me necesitaba a mí y a mis “te amo”, pero dichos con sinceridad. ¿Cómo no quererla, si es tan elegante, tan mujer? ¿Cómo no llevarla a un hotel si es tan ella? ¿Cómo no pagar la habitación y arrojar el vestido azul celeste furiosamente a la pared si no ha dejado de ser Melissa ni un segundo? ¿Cómo no hacer todo esto si apenas la conozco? Entre sábanas rentadas y sopor de las cuatro de la tarde, entre un cuerpo desnudo de muchos años, pero joven en esencia, ahí seguía sin entender absolutamente nada, pero ya era inútil querer comprender cualquier cosa. Y yo le decía “te amo” y ella sonreía, y la elegancia en su rostro y en sus senos. ¿Por qué no? Candor humano, amor, y Melissa me habla.

<< ¿Ves a ese muchacho? Él es el siguiente. Ahora ya sabes lo que tienes que hacer, eso mismo que fue hecho contigo. Ya sabes a donde llevarlo y sabes qué decirle. Menciónale que lo estaré esperando en la esquina de Y. con J. Dame tu teléfono, hermoso, dámelo, porque te quiero llamar después, y tal vez deshacerme de este juego aleatorio y jugar sólo contigo. >>

Melissa se bajó del auto y yo palpité. Corazón, obedece a ciegas, sin titubear. Aprende tu condición de eslabón, y sigue adelante, porque ella prometió llamarte a ti y así darte a recordar esta situación ya no como algo inusual, sino como la única situación digna de ser recordada. Yo bajé y capturé al joven, lo metí al asiento del auto e ignoré todas sus preguntas, hice como que no escuchaba nada. Puse cumbias, también.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Su único pecado fue nacer


Matilda:


Agradezco la atención que ha puesto sobre mi situación. Me alegra, al fin, haber encontrado un alma en este universo que pueda entender, o hacer un intento por comprender lo que me sucede. Quizás es gracias a su profunda sensibilidad que puede ahora escuchar a mi alma enviciada y atenderla con semejante dedicación. O tal vez ya no puedo esconderlo por mucho tiempo, que por cierto, no sé cuanto me queda en realidad. Su único pecado, Matilda, fue nacer. Se lo digo con toda sinceridad. Usted pecó al nacer, simplemente porque estaba escrito que me conocería, y ahí, en ese instante, el día en que la casualidad me permitió estrechar su mano, inició una lenta, pero implacable decadencia en su alma, sin que usted se diera cuenta del todo. Paulatinamente usted irá notando cómo mis problemas inundan cada rincón de su mente y de su joven corazón. Si no siente lástima, sentirá una gran compasión por mí, y eso, señorita, es algo que corroe los corazones. No hay nada que amargue más a un alma bella que el ser atada a un porvenir funesto como el mío. Las paredes la escucharán maldecir, rogará a Dios por mí, y entonces yo estaré apenado. Pero es inevitable, señorita Matilda. Su único pecado fue nacer.


¿Recuerda algo sobre mi colección? Sigue en crecimiento, déjeme decirle. Siempre hay nuevos ejemplares qué agregar, aunque dé la impresión de que todas son iguales. Son de la misma especie, en realidad. Juntas, forman una grande, una enorme masa. Cuando agito el frasco, a veces pienso que se trata de una de esas esferas ornamentales navideñas que tienen nieve en su interior. Pero estas no son para nada nieve. Flotan, sí, pero no en el agua. Abro el frasco y me marea el alcohol. Y yo no sé por qué las conservo así, alguien debió decírmelo (aunque no lo creo, porque yo nunca hablo de esto con nadie, más que con usted) y yo le creí ciegamente. Conservarlas en alcohol y verlas flotar, es el único placer que, pienso, hace que sienta emoción por seguir viviendo. Y contárselo a usted, claro, usted que me lee y que se esmera en atender mis cosas… Mire, señorita Matilda, yo quiero que usted, cuando responda esta carta, si es que lo hace, me exprese con honestidad lo que siente por mi situación, por mi juego, por mi pasatiempo. Si cree usted que yo soy un loco, dígamelo. Si manda a los del hospital psiquiátrico a que vengan en mi búsqueda, no habrá problema, de verdad. Pero respóndame antes. Déme, aunque sea, esa satisfacción. Le habrá extrañado leer que su único pecado fue nacer. Usted es pura, usted es limpia, y por eso las almas atormentadas como la mía buscan un pilar sobre el cual descansar en personas como usted. Pero ha pecado, y no tiene la culpa. Ni siquiera yo la tengo, vaya. Le aseguro que si sus padres hubieran sabido que usted me conocería, se habrían mudado a otra parte, donde usted nunca pudiera tener contacto conmigo. Pero el destino quería que nos conociéramos, y simplemente estoy aprovechando esa oportunidad para tratar de hallar consuelo en sus palabras. Me ha caído del cielo.

Viéndolo desde otro ángulo, mi afición no es dañina para nadie. Nunca una persona ha llamado a la puerta para reclamarme por mis atrocidades. Jamás ha marcado por teléfono alguien que crea que yo debería ser cruelmente juzgado. ¡Señorita Matilda, la puerta y el teléfono ya nunca suenan! Es que es hermoso, me hace sentir útil, usted debería vivir como yo, vivir aquí, vivir así para entender un poquito de lo que he tratado de explicarle a lo largo de estas ocho cartas que le he enviado. ¿Usted, mi querida Matilda, me estima? ¿Qué de malo tiene hacer lo que yo hago a diario? Abro las ventanas, pero no para ver el sol, ni cualquier otra cosa del exterior, que son siempre las mismas, sino para dejarlas pasar a ellas. Ahí está siempre la comida en mi mesa, y ellas entran y se dan un banquete. Imagínelo, señorita, yo las observo, y cuidadosamente las selecciono. Todos los ejemplares sirven, pero hay algunos que me emocionan más, quizás por su tamaño, por su color (amo el tono oscuro con verdes metálicos) o simplemente por la finura de sus alas. Por las tardes, cierro las ventanas. Me dedico a vivir mi vida entre ellas, y a pensar y a divagar entre los remolinos apenas perceptibles que forman en el aire. Algunas se van y se esconden entre la ventana y la cortina, y chocan contra el vidrio, y yo río. Antes llenaba algunos tiempos muertos con lectura, con música o con pintura, pero ahora sólo tengo tiempo para ellas, y para escribirle a usted. En su última carta, me preguntó por mi estado de salud. Puedo decirle que me encuentro perfectamente bien, como a mis horas, todavía invierto en mi apariencia. Pero los años se han acumulado lentamente sobre mi cuerpo, y ya se notan. Además, aunque tengo todavía dinero, se me va en conseguir frascos de vidrio. Son para el futuro. Es normal, pero le pido que no lo considere como algo grotesco, haga un esfuerzo, por favor. Piense en los años, y en que la vida pasa sin darme otro entretenimiento. Usted, por ejemplo, no es un entretenimiento, usted es algo especial.

Cuando llega la noche, ellas están atrapadas aquí. Escucho los zumbidos y siento unos escalofríos excitantes por todo el cuerpo. Es el ansia, es lo que me mueve, me arranca sonrisas y mi mano ya está armada. Los focos parpadean, porque ya son viejos, y sólo hay uno por cada habitación. No iluminan bien. ¿Se da cuenta? Ya no invierto en eso, me importa realmente muy poco. Me pongo a perseguirlas, señorita Matilda, por cada cuarto, por cada esquina. Lo hago a oscuras, a veces, para guiarme por el sonido, para creer que mis sentidos todavía me sirven bien. Nunca las mato con el matamoscas, simplemente las atonto, las confundo. Caen al suelo y aletean inútilmente. Ahh, señorita Matilda, créame, no sabe lo entretenido que es hacer todo eso. Y usted está pecando justo en este instante, por leer esto sin saber exactamente por qué lo está leyendo. Está pecando al imaginar a la pobre mosca en mi mano, aleteando aterrorizada. Ella también está pecando, pero de forma distinta. Figúresela, piense, la arrojo cuidadosamente al frasco, y ahí muere. Luego, agito el contenedor para que se mezcle con las de su especie. En una buena noche, puedo juntar unas quince o veinte, y soy todo éxtasis, felicidad y regocijo. Una tras otra, una tras otra. Pero también hay noches muy malas, donde a duras penas puedo capturar tan sólo una. A ella también la disfruto, y a veces pienso que hasta más. No quiero, con esto, ahuyentarla, señorita Matilda. Prendo la luz y admiro el frasco, lleno de cuerpecitos indefensos que flotan, flotan lentamente, no dejan de flotar. No sé qué me orilla a hacer todo este ritual. Llame al manicomio si quiere, pero respóndame primero. Dígame, mi querida niña, ¿Recuerda aquella tarde cuando, movidos por la curiosidad o yo no sé qué cosa, conversamos en aquel parque? Era una tarde espléndida. Yo no tenía motivos para salir aquel día, pero ya ve, el destino… Desde ese momento han pasado ya ocho cartas. ¿Recuerda la mosca que la fastidió durante la charla en aquella apacible banca? Busque señorita, busque entre sus memorias. Acuérdese de mi pañuelo, matando al pobre animalito, acuérdese de su risa y su rubor. Esa pobre mosca fue la primera de un hábito que, día tras día, me lleva inevitablemente a usted.

Pero yo, repito, no quiero ahuyentarla. No quiero que su siguiente carta sea una de despedida, de rechazo, o de asco. No quisiera mirar aquel frasco todos los días y pensar que fue él quien la asustó. O fui yo, tal vez, llenándolo. Después de todo, creo que este hábito tiene una finalidad, y es que aquella primera mosca no nos permitió conversar debidamente. Fue una minúscula pero decidida distracción. Ese mismo destino, el que nos guió a nuestro encuentro, no quiso que todo fuera perfecto. Tenía que estar, entre nosotros, alrededor de nosotros y para nosotros, esa mosca desdichada. Cada que veo una aleteando, siento un ansia que me carcome por dentro. Imagino su voz, señorita Matilda, siendo distorsionada por ese zumbido del infierno. He dejado de relacionarme casi por completo con el resto del mundo. Día a día, somos las moscas y yo y usted a lo lejos, en un espacio de una mente que cada vez piensa menos y siente más. Por lo tanto, mi corazón es ahora el que razona. Para mi fortuna, o quizás para mi infortunio, ellas siguen viniendo, desconocedoras del terrible final que aquí les aguarda. Nunca una ha sobrevivido, nunca, porque dejarlas vivir sería como aprobar aquella funesta tarde, en que tuvimos que separarnos. Sería como dar el visto bueno a las acciones de esa primera mosca, la que se atrevió a incomodarnos y me impidió confesarle que estoy sinceramente enamorado de usted. La amo, y cada instante, cada mosca sin usted, es algo que duele. Necesito verla, pero tal vez, después de esta carta, usted quiera olvidarme para siempre. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, porque ahora tendrá que cargar con el tremendo peso que significa tener enamorado a un tipo como yo. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, nacer y crecer y encontrarse conmigo involuntariamente, y platicarme y encantarme y hacerme matar insectos en su nombre. Si quiere, puede terminar con todo esto, enviándome al psiquiatra. Si quiere, puede mentir en su siguiente carta, pero por favor, respóndame. Así, las muertes de todas esas moscas habrán valido la pena.

Ahora que ya lo sabe, sólo espero su respuesta.
Con cariño, R...

lunes, 7 de diciembre de 2009

Amanecer entero


El reloj marca las seis de la mañana y yo guardo silencio. Mi despertador vibra con furia, yo soy quieto observador. Una mano se sale de control y le da un golpe al aparato que bailotea sobre la madera de mi buró. Se estrella en la pared y todo es trizas y estruendo. Pero luego la paz reina. Es sábado, aunque bien pudiera ser miércoles, o domingo. Hacía unos minutos soñaba con peras y mazos gigantes y ahora me retorcía espasmódicamente bajo las sábanas. Me duele el cabello, me huelen las manos… ¿Qué hora es? Ya sé, las seis de la mañana. Me lo recuerda el fantasma del aparato cuyo objetivo es (o era) levantarme. Nada en la habitación brilla, todo es penumbras y mis sueños donde los mazos aplastan a las peras. Grillos afuera, algunos sonidos aislados. Pesadillas a veces, ya no puedo saber cuándo empieza una y termina la otra. Peor aún, ya no sé distinguir los sueños húmedos de las alucinaciones más terribles. Murmuro consonantes sin orden, todo es ímpetu, instinto, párpados cerrados. Amanezco yo, pero no estoy completo aún. Cierro los ojos, cinco minutos más.

El reloj marca las siete de la mañana y yo bostezo. Alguien ha echado el periódico por debajo de la puerta. Hay café, pero está frío. Es eso o el agua, y yo elijo el café. Gusto amargo baja y me lamento por el azúcar, que no está. Por lo menos no en mi vasito de café helado. El periódico recita las mismas porquerías de siempre. Tal vez –pienso-, todavía estoy teniendo pesadillas. Lo arrojo debajo de la cama. Algún día sacaré todo el montón de diarios que allí descansan, como noticias obsoletas de un mundo que no se preocupa por mí y por el cual no siento el más mínimo interés. El sol empieza a aparecer por el horizonte, pero el frío es frío y me congela el ánimo. Hay un despertador hecho pedazos en el suelo. Luego me acuerdo: yo fui el salvaje. El asesino despertó en mí, pero no me conviene que siga con los ojos abiertos. Si fue mi despertador, entonces puede ser cualquier cosa, o persona. Las sábanas me llaman, y me interno de nuevo en ellas. Soy yo, las cobijas y el café frío, que sabe horrible. Pero sólo hay agua.

El reloj marca las ocho de la mañana y yo vuelvo a despertar. Ya sé que siempre me sucede lo mismo cuando cedo a las insistentes súplicas de mis sábanas, que se aparecen ante mí, en pleno invierno, como un capricho exclusivo para burgueses. Pero es que soy yo, las sábanas y el sol que ya hizo acto de presencia. Pájaros y su algarabía matutina y me duele la cabeza. Voy al cajón y busco mi medicamento, pero no está. Se lo robó mi migraña. Cada maniobra que realizo hace aparecer un taladro en mi cerebro. Y pum pum, como si latiera por cuenta propia, como si mi cabeza fuera un corazón aparte. Siendo sincero, a ratos parece serlo. El mundo es confuso, mis paredes se llenan poco a poco de luz, y yo no lo tolero. No puedo soportar la vida de pie con una jaqueca encima. Me recuesto. Mi cama me recibe siempre cálidamente. No necesito más fidelidad que la suya.

El reloj marca las nueve de la mañana y yo me llevo las manos a la cabeza, como quien acaba de descubrir que tiene una. El sol ya ilumina mi cama, y la migraña se fue. Fue la magia de soñar, supongo. Soñaba con un beso, y tenía rastros de saliva ajena en mis labios. No es ajena, pero el sabor del café frío me hizo creer eso. Músculos se contraen, tiemblo, aunque el Astro Rey se esmere en esfumar los escalofríos de la única forma que cree conveniente: lanzándome sus rayos a diestra y siniestra, sin detenerse, sin moderarse. El sol y la migraña casi siempre son uno solo para mí. Por eso amo los días nublados, porque traen con ellos a la melancolía, al pensamiento… Mi aliento es un desastre, los vellos de mis brazos se erizan y ya no soy más jaqueca, sino más bien un poco de hambre. Para dejar de ser el hambre, tengo que tomar mi llave y abrir la puerta. Pero todavía no amanece el abridor de puertas que llevo adentro. Sí despertó, en cambio, mi fascinación por las sábanas… Duermo.

El reloj marca las diez de la mañana y yo siento morir por el ácido que sube por mi esófago. Es el fantasma del ayuno diario, el conjunto de todas las ocasiones en que no amanezco a tiempo, o no amanecemos todos juntos. Todavía soy el hambre, pero el abridor de puertas permanece ojeroso y no colabora. Me veo en el espejo del baño antes de usar la taza. Tengo una expresión de espanto, y es el hambre y soy yo, pero no encuentro mi llave. En el fondo sé que el único que conoce la locación exacta de mi llavero es el abridor de puertas, pero aún no se ha levantado del todo. ¿Quién se levanta a tiempo para algún compromiso con la nada? Mi estómago se queja y he ahí una buena excusa, un motivo decente para abrir cualquier puerta. Sobre todo por el ácido. De mis cabellos caen pelusas provenientes de las sábanas, que se colgaron de mi cuerpo cuando yo soñaba con el beso. Frenesí onírico y me imagino a mí mismo, con mis manos asiéndose firmemente a una almohada y mis labios llenándola de baba. La taza del baño hace ruido, la regadera luce tentadora. Lástima que el agua caliente no sale hasta las once. De pronto, veo las sábanas y ellas parecen verme a mí. Me entrego a ellas, riendo para mis adentros.

El reloj marca las once de la mañana y yo me levanto aterrorizado al darme cuenta del imperio que la flojera ha levantado sobre mí. Mis pestañas se mueven, mis músculos se estiran, y aunque el abridor de puertas se ha levantado, necesito darme un baño antes de abrir puerta alguna. Abro la llave del agua caliente y lentamente el vapor se apodera de mí, o de mi conciencia. Somos diferentes cosas, y no sé si yo, la conciencia despierta, he amanecido ya. Jabón, shampoo, toallas y lociones. La navaja de afeitar y yo tenemos un diálogo ríspido y crudo. Siempre es ella cortándome y yo volviéndola a usar a diario. Soy masoquista, y ahora añado trocitos de papel sanitario a las heridas que han quedado en mi rostro. Coloco el sanguinario instrumento en su estuche, y pienso en las llaves. Pero luego me asalta el frío y me dice: estás desnudo. El invierno trae consigo ventiscas horrorosas, y entonces veo la ventana abierta y los cajones con ropa interior. También, tomo unas cuantas camisas arrugadas. Mientras me visto, considero que mi conciencia ya ha despertado. Me alegro, y ahora que estoy vestido, con el cabello mojado y el estómago desfalleciendo (duele el ácido cuando sube lentamente), pienso, de nuevo, en las llaves. Las sábanas me llaman, pero esta vez las decepciono. Tiendo mi cama y lo hago con tristeza, porque mis cobijas son siempre las amantes más amorosas, cálidos brazos incondicionales. Dejarlas así, ordenadas, equivale a rechazar a una amante deseosa. Por eso me duele. Pero también, hay almohadas babeadas, y siento asco.

El reloj de la Parroquia indica que son las doce del mediodía, mientras busco frenéticamente las llaves por todo el piso. Pedacitos de despertador y ahora ya soy la culpa. Pero no tengo tiempo para pedir perdón por mis pecados. Quiero salir, porque si me tardo un poco más, ya no seré enteramente yo, sino solamente el hambre. Y si eso me pasa, voy a vomitar jugo gástrico, y todo será un desastre, más de lo que ya es. Palpo algo, son las llaves, y se van directamente a la perilla de la puerta, como si estuvieran imantadas. Quiero saludar a alguien, pero a esta hora todos están ocupados. Y no quiero ser el ignorado, no esta mañana, o tarde. Bajo por las escaleras y escucho al centro y su ruido, quizás no ensordecedor, pero sí un tanto molesto. No tanto como la migraña, claro. Pero todos estos detalles están de más y no los necesito. Yo quiero apagar al hambre que se come mi estómago entero. Me come vivo, y mi esófago se lamenta. Puedo sentir cómo lentamente soy todo hambre, todo antojo, y diviso un puesto de comida a lo lejos. La cuadra, con su gente y sus detalles, con la música y los charcos de agua sucia, sólo altera a mi organismo y sus necesidades. Cuando llego a donde la comida, pido lo que sea. No importa cuánto, ni de qué, ni cómo, sencillamente quiero llenarme. Después de unos segundos de masticar, el corazón me palpita de forma extraña, como reclamándome algo. ¿Qué no nos hemos despertado ya todos? A mi alrededor la gente come y pide más, o la cuenta, o el refresco. Y el sol, en lo alto, ilumina los rostros de la multitud. ¿Quién no se ha despertado todavía? Ahora las sábanas están muy lejos. Pensando en mi cama, me pregunto cuál faceta de mi ser se ha quedado dormida, y entonces algo me interrumpe. Pasa, por la acera de enfrente, una mujer. No cualquiera, por supuesto. Una de blusa entallada y escote digno de contemplación. El color morado de la tela, y la piel morena que se esconde…

En la radio del puesto de comida alguien anuncia que ya es la una de la tarde. Yo miro a la mujer, mientras pago la cuenta de mi desayuno. Llego a la cifra soltando mis dolorosas últimas monedas. Siento, en el pecho, un palpitar grácil y alegre, y algo ha cambiado en mi entrepierna. Ella es Lorena, y va a buscarme, y yo estoy enfrente y no me ha visto. Para cuando cruzo la calle, ya estamos todos de pie. Entonces la sorprendo con un abrazo y un beso robado, y de pronto ya somos todos juntos, ya todos amanecimos. Ha despertado, con un beso, el amante que llevaba descansando.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Salmón y cenizas


Entré. La billetera me pesaba, a lo mejor por el ansia o tal vez por la realidad: tengo dinero y no sé en qué invertirlo. El lugar estaba casi lleno, tanto, que pasé desapercibido, me noté invisible y etéreo. No tengo el hábito de acudir a los restaurantes, y menos a uno tan lujoso como este. Pero la billetera, repito, me pesaba, y ya no tenía a nadie a quien llevarle regalos. Ya no estabas tú para cortejarte, conquistarte, ni quererte. Tal vez sí para odiarte, pero yo no odio a nadie, simplemente recuerdo y suspiro. Tomé asiento. Incómodas luces carmín, charlas animadas y enjundiosas, aromas que no sé reconocer, choque de copas, piano dulzón y elegante, yo sentado, esperando a que alguien me dé señas. Mujeres de vestidos entallados y modales gráciles como un felino. El área de fumadores, espesísima nube gris y tos colectiva. Miedo, el que recorre mi ser, y dura segundos. Llega el mesero y pone una carpeta en mis manos. Pienso: si estuvieras aquí no me habría fijado en el entorno. Pero, carajo, no estás aquí.

Me he visto reducido a un ser titubeante que no sabe qué pedir del menú. El mesero, acartonado y de sonrisa chocante, me da sus recomendaciones. Yo escucho, filetes, asados, camarones, pescado, cortes así y asá. Yo pregunto por salmón, y el mesero me responde “sí, a las finas hierbas”. Yo, interiormente, le digo vénganos tu reino. Él, recogiendo la carta, parece decir hágase tu voluntad. ¿Limonada? Al diablo, tráigame su mejor vino blanco. El hombre toma mi orden y desaparece entre la multitud. Yo tiendo a hacerme pequeño entre tanta gente, y hoy no es la excepción. En otras circunstancias, tú y yo estaríamos charlando. Yo miraría tu sonrisa, adornada hermosamente por tu cabello y, ah... ¿Pero qué importa ya? No quiero pensar en lo que hice mal, en lo que dije de más o en lo que nunca te dije. No más reproches, ni tristezas, ni golpes de pecho en vano. Llegué a pensar, incluso, que te podría encontrar aquí, pero lo más seguro es que estés en una reunión social con abundante gente importante, poderosa y/o elitista. Pensé que trabajando tanto, esforzándome como lo hice y obteniendo, al fin, el precioso dinero que tanto me solicitaste, podría amarrarte a mí para siempre. Pero me hacía falta algo precioso, carajo: la clase, el estilo, el caché, el apellido escandaloso. Mierda, por eso no me gustan los restaurantes.

Risas de cortesía arrebatan mi cerebro y lo llevan a pasear. Sobremesas entrañables, familias satisfechas y unidas, parejas compenetradas, sumidas en un irrefrenable trance de romanticismo. Miradas fijas, escucho las frases que suenan en las mesas contiguas: somos el uno para el otro, siento llorar, ¿no hay más que ver en este sitio? Nunca nos separaremos mi amor, no he comido y ya quiero la cuenta, y me aterran las propinas porque nunca sé cuanto dar. Brindemos por este nuevo negocio, me lleva, me lleva, el salmón tardará años. Me dueles en el fondo del alma, juego con los cubiertos para no pensarte. He olvidado como besas, pero ya no me importa. Aromas a sopa y asados, bruma en la mente, un tipo juega con su encendedor. Ya me quiero ir, no sé por qué vine, pero tu recuerdo me dice “quédate”. Es la última vez que te obedezco. Escalofrío, nervios, la música de piano se vuelve jazz y la gente se anima. Cubiertos chocando contra los platos, manos entrecruzadas, mi pierna derecha baila bajo el mantel. Ha pasado media hora, imagino que la espera valdrá la pena.

El mesero se acerca con la bandeja. Diviso mi vino, la copa, el platillo. Pienso que es fabuloso que un sitio como éste no me haya quitado la cordura. Es que los nervios, y las náuseas, y el malestar me invade cuando voy solo a cualquier parte. Tendré que volver a acostumbrarme al cine, al teatro, al parque, a la vida sin ti. No le puedo ganar a un apellido. Un olor se escabulle en el interior de mi nariz. Especias juguetean con mi sentido del olfato, y a mi alrededor, abrigos y bolsas de diseñador, trajes y habanos importados. Gente viene y va, mesas se llenan y se vacían, el salmón espera a que me lo coma y le dé una razón de ser a su muerte. Pequeños contenedores con aderezos, minúsculos panecillos recién horneados, yo sin verdadera hambre pero con ganas de olvidarte. Mi mano izquierda sujeta el tenedor, como me hubiera gustado sujetarte a ti por el resto de mi vida, y la derecha encuentra refugio en el cuchillo. Bocado en la lengua, un mar de sensaciones irrumpe con violencia. Porciones de arroz blanco y ensalada, no les presto mucha atención. Pero es el salmón y eres tú. Sabe a tus labios y al mismo tiempo no sabe para nada a ti. Vino blanco baja por mi garganta, aclarándola y llevándose los nudos que dejaste. Mi amor, ¿en qué momento te dejé partir? Por eso no soltaré estos trozos de salmón.

Un encendedor cae sobre un mantel y se enciende, y la fogata se extiende mesa por mesa. Fuego vivaz, instrumento del infierno, descubrimiento clave en la historia de la humanidad, se traslada velozmente por cada superficie. Los extintores han quedado aislados, la felicidad colectiva se convierte de pronto en histeria y lágrimas. Mujeres y niños gritan primero, suena la alarma pero ya es muy tarde. Yo sigo comiendo mi salmón, está delicioso, y admito que el arroz hace un excelente complemento. Bebo de mi copa, adornos en llamas caen por todas partes. Me doy cuenta, por primera ocasión, que estoy justo en el centro del restaurante. A mi alrededor todo se funde, todo se quema. Yo permanezco impasible, ¡qué buena está la ensalada! El piso de madera, que se veía tan hermoso, ahora nos verá perecer a todos. No me apresuro. Para cuando doy el último bocado, a mi alrededor la gente ya no responde. El techo comienza a desplomarse, el calor me abruma y mi mesa se enciende. Pienso en lo nuestro, que alguna vez tuvo la fuerza de un incendio forestal. Luego se apagó y terminó siendo un montón de cenizas insípidas. ¿Qué pensarás cuando veas las noticias y te enteres de que tu amor, de alguna forma, terminó por incinerarme? El fuego se apodera de mi cuerpo y aunque mi billetera sigue estando llena, siento una extraña satisfacción: me iré sin pagar la cuenta.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Pasta


El hambre hace estragos en mi cuerpo. Me orilla a tomar decisiones inusuales, como la que acabo de realizar. Vine y me senté en la cocina mientras mi mujer prepara la comida. Nunca lo hago, siempre me quedo sentado en la sala, viendo la televisión o leyendo algún periódico viejo. Repaso, de repente, las ediciones atrasadas de algunas revistas que están atoradas en nuestro revistero. El gato ha aprendido con el tiempo que no debe de mearse en ellas. Pero hoy el hambre era demasiado insoportable y no me permitió tener la paciencia de leer algún artículo del año 1987. Aquí, sentado en la cocina, me llega el aroma a pasta, a puré de tomate, a las especias que a ella le fascinan. Sé que le gusta que la contemple mientras prepara la comida, es un secreto que ella se ha empeñado en esconder, pero siempre delata. No intercambiamos palabras, simplemente la observo y jugueteo con un tenedor, haciéndome el inocente.

Se sienta en el otro extremo de la mesa, con un rallador de queso y un Gouda de apariencia suculenta. Ella está concentrada en su tarea, y me mira ocasionalmente, sólo para cerciorarse de que yo la sigo observando. Cuando ella nota que, en efecto, yo aún la contemplo con toda la ternura que me puede salir del cuerpo, sonríe pícaramente, para luego fijar sus profundos ojos en el plato con el queso rallado. Y de repente miro mis manos y se me ocurre que debería ayudarle, pero no sé cómo. La cocina es de ella y para ella. Mío, pues el pasillo, el baño o el patio, pero no la cocina. Aquí me siento desorientado cada que entro solo. Quiero decir que no sé en cuál alacena están las galletas, en qué cajón descansan los utensilios o detrás de cuál puerta se encuentran las cacerolas. Me levanto de la mesa, murmurando… “limonada, haré una limonada”.

En una cacerola de la estufa se coce la pasta. El agua hierve y el vapor empapa toda la cocina, y también, humedece mi ánimo. Abro y cierro cajones, puertas, contenedores, y ni la jarra de vidrio ni el azúcar aparecen. Era de esperarse, pues soy prácticamente un intruso, completamente ajeno a este territorio. Escucho que mi mujer sigue rallando el queso, y ahora se pone de pie y lo pone en un plato, listo para servirse. El hambre y la desesperación, el abrir y cerrar de las puertitas de madera, el sonido del agua burbujeante, los rayos del sol que entran por la ventana… Las paredes verdes encierran mi angustia, y mi estómago ruge, y ella camina tan tranquila. Yo sigo abriendo puertas, y nada sucede, el azúcar no aparece ante mis ojos. La jarra, ni de broma. Mi mujer se me pierde de vista, tal vez por el vapor, tal vez porque el hambre me confunde y no puedo ver bien. Cuando volteo, mi amada está poniendo sobre la mesa una bolsita con limones, la azucarera, y la jarra de vidrio azul. No me mira a los ojos, pero sé que está sonriendo.

Mi arrebatada búsqueda me llevó a encontrarme con el exprimidor de limones y un par de cuchillos. Corto los limones y veo cómo las gotas salen volando a contraluz. Inmediatamente el ambiente se llena de un aroma cítrico que bailotea en mi nariz, y se me irritan ligeramente los ojos. A momentos, sumido en la pasividad del mediodía, se me olvida que tengo hambre. Pero luego, mi mujer enciende la licuadora y prepara yo no sé qué cosas. Es entonces cuando me acuerdo de otra razón por la cual no me gusta estar en la cocina cuando mi esposa prepara los alimentos. No tolero las licuadoras, aunque su contenido casi siempre termine dejándome satisfecho. Ella se da cuenta de mi disgusto, se acerca sigilosamente, y me abraza por la espalda. Los limones ya están todos partidos por la mitad.

Tomo el exprimidor, me acuerdo del hambre, y suspiro. Entrar con tanta anticipación a la cocina sólo había incrementado mi necesidad de comer. Mejor me hubiera quedado en la sala, correteando al gato. Pero luego veo a mi mujer, me fijo en la fascinación que tiene por lo que hace, y me esfuerzo por sacarle hasta la última gota a cada limón. Me arden las heridas que tengo en los dedos, el jugo escurre por mis manos. Necesito urgentemente una servilleta, o una toalla. Durante unos cuantos segundos, soy víctima del ácido cítrico. Aparece, de pronto, una mano con una toalla de papel. Me seco las gotas que bajan por mi piel, y le doy las gracias a la mujer que adivinó mi necesidad. Llevo la jarra con el jugo hasta el garrafón del agua, y la lleno. El gato empieza a maullar, y creo que es porque tiene hambre. Pienso: ya somos dos. Justo cuando pongo la jarra en la mesa con todas las intenciones de buscar el alimento para el gato, noto que mi mujer ya camina hacia él, con la lata de comida en mano.

Le agrego el azúcar al agua y comienzo a batirla con lentitud. Mi esposa abre la ventana y entra una ligera brisa que me eriza los vellos de los brazos. Los quejidos de mi estómago son cada vez más frecuentes, pero por ahora sólo me preocupa que el agua no quede demasiado ácida, ni demasiado dulce. Con emoción, veo que mi esposa ya saca los manteles individuales junto con los platos azules. Eso quiere decir, para mi buena fortuna, y para el bienestar de mi estómago, que la comida está lista. Mi mujer sirve la pasta en cada plato, y yo pongo los cubiertos sobre los manteles. Coloco también los vasos de vidrio, y me dispongo a esperar mi platillo. El hambre me hace creer que llevo un ser vivo en el estómago. Pienso que todo está en orden. Mi amada pone frente a mí el plato con la pasta, que está bañada en una cremosa salsa de tomate con especias. Con sus delicadas manos, ella esparce el queso Gouda rallado sobre todo el platillo y me besa la frente. Yo, por fin, tomo mi tenedor y me dedico a darle gusto a mi paladar. Describir toda la gama de sensaciones que me provocó el primer bocado es tarea difícil. Hubo placer, hubo felicidad, hubo retortijones de satisfacción… Hubo, también, un momento en el que me quedé mirando a mi cocinera.

Descubrí que, antes de sentarse, probó la limonada. Discretamente tomó el azúcar y le agregó unas cuantas cucharadas extra. Se echó a reír, y yo me sentí avergonzado. Entablamos una conversación cordial y amena, y confieso que a momentos no ponía atención a lo que me decía. Observarla con atención era el postre ideal, el complemento perfecto de una pasta que, al igual que la mujer que la preparó, me había conquistado sin remedio.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Sandalias


Mucha gente camina por aquí todos los días, y ni por eso suben las ventas. Ya nadie compra sandalias, ni resorteras, ni ligas de hule. No se me venden las diademas de plástico para el cabello, y a nadie le interesan ya las carteras de colores. Imagino que debe ser la crisis, aunque también pienso que estas nuevas generaciones se interesan por otras cosas que yo no les puedo vender. Pasan muchachos de secundaria, pasan amas de casa con bolsas llenas de verduras, pasan grupos de jóvenes, uno tras otro, y pasan familias completas. Todos esperan el camión, la parada del mercado siempre se satura. Ya nadie compra las sandalias, ni las resorteras, ni las ligas de hule.

Llama mi atención una mujer morena de rebozo rosado y larga falda azul marino. Lleva el cabello negro recogido en una larga trenza, y su piel está curtida por el sol. Trae un bebé en brazos, que llora sin detenerse, y la acompaña una niña. La chiquilla, de unos diez años, viene vestida con una sudadera verde, llena de manchas y parches, y un pants color azul rey, igual de desgastado. Se detienen en la esquina de la farmacia y esperan su turno para cruzar. La mujer luce desesperada, siempre con la cabeza gacha. La niña se ve seria, y se sujeta firmemente de la falda de su madre. Detrás de ellas viene un niño, de unos cuatro años, portando una playera roja descolorida y unos pantalones de mezclilla que le quedan muy cortos. El niño, a diferencia de su madre y de su hermana, se ve contento y tiene los ojos brillantes. Transmite una sensación muy particular, como si al verlo le dieran ganas a uno de hacer alguna travesura, de volver a esa edad en la que todo parecía gracioso y el mundo importaba poco.

Fueron acercándose lentamente a mi puesto, sin dirigirse la palabra. El bebé no paraba de llorar y su mamá no hacía nada al respecto. Entendí que a veces no sirve de nada preocuparse. Me fijé en un pequeño detalle: el niño iba descalzo, y sus pies, además de estar sucios, iban dejando rastros de sangre. Pero él seguía caminando rápidamente, tratando de seguirles el paso a su mamá y a su hermana mayor, y sonriéndole a la vida. Clavó su mirada en mi puesto, y pensé que de nada serviría, pues no creí que su madre quisiera comprarle algún juguete. Luego me di cuenta de que eso no era exactamente lo que él estaba mirando. Sus ojos resplandecieron con más fuerza, levantó las cejas como sorprendido, y soltó una risita. A pesar de que yo lo observaba fijamente, él no notó mi presencia, y aunque lo hubiera hecho, me temo que no habría cambiado su decisión sobre lo que haría a continuación.

Su mamá y su hermana habían quedado frente a la calle, dándome la espalda. Esperaban el camión que les correspondía. El niño, discretamente, quedó frente a mi puesto, la mesita con la mercancía estaba a su alcance. En un instante, tomó un par de sandalias, miró a su alrededor, y las escondió en los bolsillos de su pantalón. Jamás se percató de que yo estaba ahí, y me limité a reír mientras él y su familia se subían al camión. Se sentó junto a la ventanilla y, por fin, se fijó en mí. Me regaló una enorme sonrisa y yo la correspondí. Cuando recordé al niño robando la mercancía, me sentí profundamente humillado, renuncié a mi empleo de vendedor y fui reemplazado por una jovencita de pechos sobresalientes y escotes indiscretos. Cada que paso por ahí, hay una larga fila de clientes, todos hombres, esperando comprar cualquier cosa.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Mientras la lagartija se esconde


Estaba sentado frente a la barda del patio cuando llegó la lagartija y se posó nerviosamente en la pared, buscando algún buen sitio para recibir los rayos del sol. Terminó por situarse al borde, justo en el límite entre mi casa y la casa de los vecinos. Allí se posó y se quedó quieta durante un largo rato. Pensé en aquella mujer y en la enfermiza distancia que ahora reinaba entre nosotros. Años atrás éramos inseparables, y yo le dedicaba cada párrafo, verso o frase que salía de mi mente. Éramos tan jóvenes, tan crédulos del amor, que a veces imaginaba que ella sería la primera y única mujer de mi vida. El tiempo me mostró, no sin sufrimiento, lo equivocado que me encontraba. Fue la lagartija, con su penetrante mirada y sus ademanes nerviosos, la que me hizo sentir infeliz a las doce del mediodía. Quizás ella lo ignoraba, pero su imagen me transportaba, no sé por qué, a esa mujer.

Durante los siguientes días, adquirí el hábito de salir al patio a la misma hora para ver si tenía la suerte de contemplar de nuevo a la lagartija. No tenía nada en especial, era un miembro común y corriente de su especie. Poseía un color verde parduzco que a ratos parecía café, y no era excepcionalmente grande. Aún así, contemplarla me entretenía y le daba a mi vida un momento de simplona tranquilidad. Gradualmente la lagartija llegaba más temprano a nuestra involuntaria cita, y hubo una ocasión en que, en cuanto me vio llegar, salió huyendo. Esa vez me quedé sentado en la pequeña barda que está frente a la pared preferida del reptil aquel, y de nuevo me inundó el recuerdo de esa mujer y del tórrido romance que alguna vez alimentamos. Descubrí lo fácil que puede perderse un amor así. Es como un remolino que comienza con mucha furia y termina perdiéndose en el aire, sin que nada pueda regenerarlo. Sólo el tiempo y la casualidad pueden recrearlo. ¿Cuantos años más podían pasar? ¿Cuántas casualidades?

Los días pasaron y la lagartija, de repente, dejó de acudir a la pared. Llegué a preguntarme por su bienestar, pues por aquí abundan ciertos depredadores que sienten predilección por animales como ella. Me entristecí de sólo pensar en su pequeño cuerpo siendo masticado por algún perro callejero flaco y sarnoso. Realmente me había encariñado con aquel reptil. Estaba sumido en mi incipiente malestar cuando mi novia salió al patio y me vio allí, sentado y cabizbajo. Amo su abnegación, amo sus cuidados, su cariño cálido y sus atenciones. Me encanta su amor estable y sincero. Pero es que la lagartija… Y es que mi antiguo amor… Mi mujer me preguntó el motivo de mi tristeza y yo no fui capaz de responderle con palabras. Se sentó junto a mí e hizo que recostara mi cabeza en su hombro, para acariciarme y llenarme de mimos. Yo no podía explicarle el asunto del reptil porque era algo bastante tonto, y mucho menos podía contarle sobre aquella mujer, tan lejana ya… Eran situaciones distintas, pero la casualidad nos había juntado en el patio a la lagartija, al recuerdo de mi primer amor, y a mí.

Mi mujer me llevó a la cama y allí pude dejar de pensar en el asunto del muro. Me dediqué por completo a corresponder las atenciones de mi leal amada. No obstante, preso de la intranquilidad y una incipiente obsesión, acudí al día siguiente al patio, esperando encontrarme con la lagartija. Ella no estaba allí, pero en vez de desilusionarme, tuve una idea que parecía sensata. Busqué alguna carnada para atraer al reptil, encontrando en las macetas un par de chapulines grandes y un tanto desagradables. Les arranqué los miembros y los dejé retorciéndose en la parte superior del muro, del lado derecho, por donde siempre entra la lagartija. Luego me puse a esperar al citado animal. Mientras tanto, el sol caía sobre mi cuerpo con pesadez y empecé a sudar. El pequeño reptil no hacía acto de presencia y yo caí de nuevo en el pensamiento de aquella mujer que tanto amé, la primera que me entregó su corazón y de la cual ya nada sabía. Las nubes no aparecían, la lagartija tampoco. Mi novia pasó de un lado a otro del comedor, sin que me dejara saber qué es lo que estaba haciendo. Escuché a los chapulines mientras trataban de moverse y sentí que había sido una aberración amputarles los miembros, pero todo era por una buena causa. No, buena causa no, una extraña causa. Ya no sabía muy bien qué era lo que realmente me motivaba a seguir esperando al ingrato reptil. El patio parecía un desierto y en mi cabeza aleteaban, inquietos y desordenados, mis pensamientos. A ratos aparecía la imagen de mi primera amante, y luego pensaba en la lagartija y ya no sabía muy buen cual era cual. Comencé a marearme, luego los chapulines y mi novia y el sol y las sombras y yo y lo demás. Y la mujer y el amor y el sudor y la risa y ya no puedo. Dije “basta”. Me puse de pie y decidí terminar, de una vez por todas, con esa absurda situación.

Sin embargo, no pude avanzar mucho. En cuanto me paré, cerré los ojos por el mareo y escuché un ligero crunch crunch, como si alguien estuviese masticando algo. Levanté la mirada hacia el muro y ahí estaba la lagartija, degustando esos ricos chapulines con voracidad. Ahora que el reptil había llegado a la cita, yo no sabía muy bien qué hacer. ¿Y si la atrapaba? Podría fácilmente construir algún terrario para conservarla. O podría tomarle una fotografía para guardarla como un bonito, aunque excéntrico recuerdo. O podía hacer ambas cosas. Me acerqué a la pared mientras la lagartija masticaba su comida y pude observarla con detenimiento. Ahora, más que nunca, el animalito me resultaba encantador. Mientras cerraba sus mandíbulas, parecía mirarme, y movía la cabeza de un lado a otro, no sé por qué motivo en realidad, pero me gusta pensar que lo hacía para apreciarme mejor. Cuando terminó de devorar el segundo chapulín, noté algo extraño en su cuerpo, algo que no había visto en ocasiones anteriores. El lagartijo tenía una franja roja en su espalda, que terminaba con una mancha triangular en su cabeza. Parecía que tenía una flecha pintada en las escamas. Tomé la decisión de atraparlo para observar dicha característica con más detalle. Me convertí, de pronto, en un depredador, en el más peligroso que el pobre animalito podría tener jamás. Levanté los dos brazos, lentamente y en silencio, sin apartar la vista de mi presa. Ella me miraba fijamente, con una mirada curiosa y un tanto hueca. Hubo algunos momentos de elevada tensión entre los dos, y todo el entorno pareció desaparecer.

Di unos cuantos pasos con sigilo, y haciendo uso de unos reflejos que no sabía que tenía, moví rápidamente mi mano derecha, atrapando al lagartijo entre mis dedos. No se movió, simplemente encajó sus pequeñas garras en mi piel y me permitió mirarlo. La franja roja parecía ser natural. Como sabía que la lagartija no permanecería mucho tiempo en mis manos, decidí mostrársela a mi novia, que estaba parada en el comedor, observando mi hazaña. En cuanto caminé hacia ella, el animalito se escapó de mis manos y corrió al interior de la casa. Era increíblemente veloz y lo perseguí, no sin antes avisar a mi mujer de lo que estaba pasando. La puerta del patio estaba abierta, así que el reptil entró y mi novia no pudo atraparlo. El animalito cruzó el comedor y salió por la puerta de entrada. Yo seguía corriendo, estaba decidido a capturar al desgraciado animal y avisé a mi mujer, con un grito, mientras abría la puerta, de que iría a cazar a la lagartija.

Esto no fue nada sencillo. Como ya dije, el animal corría sin detenerse y, lo que es peor, podía escurrirse entre los rincones a los que yo ni siquiera podía asomarme. La lagartija seguía escapando endemoniadamente, y me imagino que debí haberme visto algo estúpido siguiendo a un reptil al que muy pocas personas consideran de importancia. Ya no se trataba de perseguir al animal por los motivos que antes me habían llevado a querer atraparlo, sino más bien porque el lagartijo se había burlado de mí. Yo le había dado de comer y ahora me respondía con semejante barbaridad. Eso era para mí algo intolerable. Luego pensé, “¿qué haré cuando lo tenga de nuevo en la mano?”, pero dicha idea no prosperó en mi cabeza. Yo no tenía tiempo para cavilar. El sol seguía brillando en todo lo alto, convirtiéndome en un frenético y sudoroso maniático, persiguiendo a un bicho que cabía en la palma de mi mano. A veces, aprovechándose de sus habilidades, el lagartijo trepaba por las paredes de las casas, colocándose muy lejos de mi alcance. Me preguntaba hasta donde diablos me llevaría el condenado animal.

Estuve tanto tiempo observando a la pequeña flecha roja mientras corría sobre la calle, que no me detuve a mirar en donde nos estábamos metiendo. Sin dejarme ver exactamente cómo había sucedido, la lagartija se había internado en un enorme terreno baldío al que ya no pude acceder, por cansancio, por hartazgo y porque pensaba que todo había sido algo tonto. Pero entonces me fijé en la casa que estaba al lado izquierdo del terreno baldío y retrocedí unos pasos. Ahí estaba, parada frente a la puerta, mi primer amor, vestida de forma modesta, pero igual de hermosa que cuando fuimos novios. Me vio, la vi, y lentamente me acerqué a ella. Nos saludamos titubeando y reíamos nerviosos. Conforme yo iba caminando, una sonrisa se iba dibujando en su rostro. Me imagino que en el mío sucedió lo mismo. Cuando llegué a ella, escuché un ruido proveniente del terreno baldío. Volteamos y vimos al lagartijo, ya sin su flecha roja. Sonreí mientras la lagartija se escondía. Abracé a la mujer que durante tanto tiempo había sido mi musa predilecta y la besé. Aquel embrollo del reptil había culminado en una escena que jamás habría imaginado. Nos metimos a su casa y evitamos toda clase de conversación, de explicación o de pretexto. Simplemente comenzamos a deshacernos de las fantasías que anidaban desde hace tiempo en nuestras cabezas de la única manera posible: llevándolas a cabo.

Regresé a casa y mi novia me esperaba con los brazos abiertos, deseosa de saber qué había sucedido con el lagartijo. Yo sonreí y le dije que lo había perdido de vista. Ella suspiró y me dio un tierno beso en la frente. Desde entonces, cada que aparece una lagartija, la persigo hasta que, por una inocente casualidad, termino en aquel terreno baldío… O mejor dicho, en la casa que está al lado.

martes, 10 de noviembre de 2009

La amante perfecta


Llevábamos anoche una conversación amena a lo largo de la calle. Aunque el frío calaba hondo en los huesos, su verborrea me mantenía cálido, como lo haría la más gruesa de las cobijas. Miraba la profundidad de sus pupilas y la tonalidad de su iris, y me pellizcaba a propósito, detonando sus femeninas risotadas. Caminábamos en sentido opuesto a los automóviles, y si alguien me miró o me reconoció no me interesa en realidad. Estaba tan anonadado con mi amante perfecta que no habría tenido tiempo para saludar a nadie.

Cuadra por cuadra, esquina por esquina. Ya conocíamos la ruta de memoria, al menos tan bien como nos conocemos el uno al otro. Ella ha aparecido en mi vida de manera espontánea y con el paso de los meses se ha encarnado profundamente en mi rutina. Brilla en mi interior con tanta fuerza como lo haría la mismísima llama del Espíritu Santo en las más sombrías tinieblas. La firmeza de su acento me abofetea, y la pureza de su sonrisa me ha hecho morder el anzuelo más certero que jamás antes se había presentado ante mí. De esto último no estoy tan arrepentido. Después de todo, se trata de mi mujer perfecta, la que pedí al cielo una noche, lloroso y miserable.

Ella conoce mi pasado y es casi un archivo histórico viviente de mi persona, un contenedor de mis memorias más importantes y también de las más inverosímiles. A veces me percato, con horror, de lo acertadas que son sus predicciones. Está tan familiarizada con mis decisiones, que cuando cometo algún error se limita a mirarme con los ojos llenos de conmiseración y me dice “te lo dije”. Es sabedora, de cabo a rabo, de todas mis aficiones y pasatiempos, y los comparte conmigo, por más simplones o excéntricos que sean. Es por eso que la quiero tanto, por que es la mujer perfecta, la que pedí al cielo una noche, lagrimoso y suplicante.

Seguíamos caminando. Recordé que la oscuridad la incomodaba muchísimo, así que hice lo posible por evitar las penumbras de la calle. Nos dirigíamos de una luz a otra, corriendo, como quienes esquivan la lluvia. ¿Qué importa que las personas nos miren con desdén? ¿Pensarán acaso que estamos locos? ¡Qué más da! Ella es la mujer perfecta para mí, y el resto del universo me parece falso cuando estoy a su lado. Una vez que entramos a una zona con un poco más de actividad humana, llena de bares, establecimientos y demás luces variadas, nuestra conversación deja de basarse en las risas y se establece de pronto en el territorio de lo concupiscente. Su tono de voz se suaviza, sus palabras salen de sus labios de forma lánguida y sensual, y de repente ya no le tiene miedo a nada, ni siquiera a las sombras que tanto la persiguen. Prosigo nuestro cálido y un tanto romántico diálogo, y me la llevo, sin dudarlo un segundo, al tronco de un árbol decrépito. Allí la instalo, la rodeo con mis brazos y la dejo sin escapatoria. Es completamente mía, soy enteramente suyo.

Pasa la gente junto al árbol y se nos quedan viendo, y yo pienso: malditos puritanos. ¿Es que es ilegal querer tanto a mi mujer perfecta? Yo sigo hablando, no me detengo, selecciono mis palabras con cuidado, ella se sonroja. ¡La he intimidado! Mi lengua se ha soltado sin vergüenza, le recito poemas, los voy ideando al instante. Su belleza… Empiezo a pensar que su belleza no debería ser permitida en este planeta, y sin embargo, no deja de ser mi mujer perfecta. ¡Que no pare nuestra conversación! Hablo, a veces, en voz alta, y a ratos surge una voz trémula de mi garganta. Ella luce fascinada, ella no para de hablar, ella lo es todo y no es nada, ojala pudiera imitarla, pero me limito a conquistarla con palabras, arrojadas como flechas llameantes, con un destino fijo: su corazón.

Una de las personas que va pasando por la banqueta que está al lado del árbol me da dos palmadas en el hombro. Es mi psicólogo.

“¿Otra vez hablando solo?” me pregunta.

sábado, 31 de octubre de 2009

Humedades


Ella miró aquella pared y suspiró. El citado muro estaba demasiado húmedo como para ser verdad. De la noche a la mañana, el moho había ganado la batalla. Ella siguió observando, preocupada. Su marido entró de pronto a la sala y contempló brevemente la pared, esbozando una mueca de lástima. Abrazó a su mujer y le besó la frente. Ella se recargó en su hombro. Había que hacer algo pronto, la construcción entera podría estar en problemas.

Él tuvo una idea pronta. Uno de sus amigos era arquitecto y sabría qué hacer con una pared humedecida como esa. Lo llamaría por teléfono, le explicaría el asunto con lujo de detalles, y esperaría. Explicó sus planes a su mujer, y ésta pareció estar de acuerdo. Cualquier cosa sonaba adecuada en aquel instante. Se despidió de su esposa con un tierno beso en la boca, y se fue a la oficina. Iba buscando, en su tarjetero, los datos de su viejo amigo arquitecto. “Tendrá que hacerme descuento”, pensó él. Ella se quedó allí parada, analizando la gran mancha oscura de la humedad. El color blanco de la pared se había arruinado. Y la sala ya no podía disfrutarse como tal. Nadie soportaba el hedor. Ese cuarto se había convertido en una especie de museo, un homenaje a la desgracia.

Del otro lado de la pared había un terreno baldío lleno de tierra, basura y cadáveres de animales, pero no había ni una sola gota de agua. Ella se preguntaba cómo es que había tanta humedad en su pared. Pero no servía de nada seguir haciendo cuestionamientos al aire, porque después de todo, ella no era la arquitecta. Era simplemente la sensación de impotencia lo que la molestaba. Estuvo de pie hasta que se cansó y se tumbó en el sofá, sin apartar la mirada de la porquería que se estaba comiendo lentamente a su hogar. A veces, las manchas tomaban diferentes formas, casi siempre rostros. “Que raro”, murmuró.

Él llega a su oficina. Se sienta detrás del escritorio y lo primero que hace es llamar a su amigo, el arquitecto. Éste llega a la conclusión de que necesita examinar la pared para saber exactamente cómo proceder. Pensaron que lo mejor sería reunirse a las ocho de la noche, pues a esa hora ya habrían salido ambos del trabajo. Él cuelga el teléfono y se entrega por completo a sus deberes. A ratos recuerda a su mujer, consternada por el mal estado de la pared. Esta memoria lo ahoga, lo consume poco a poco. Quince minutos después de haber terminado la llamada, se siente emocionalmente agotado. “Trabaja, trabaja, hazlo por tu mujer”, se dice a sí mismo para reanimarse.

Ella continúa contemplando la pared desde el sofá. Hay algo en ese monstruoso diseño que la atrae. ¿Serán las figuras que forma su imaginación? No, tal vez es el olor, que aunque incomoda en la nariz, tiene algo de místico, algo de adictivo. Se pone de pie y se acerca a la pared para examinarla con más atención. La luz del atardecer que entra por la ventana otorga un extraño aspecto a las manchas de moho. De pronto, ella es absorbida por el silencio que la rodea. Sus ojos se mueven de un lado a otro, escudriñando cada centímetro del muro. Empieza a creer que ese enorme manchón de hongos es una especie de obra de arte. Aparece una sonrisa en su rostro. Pasa suavemente su mano derecha por la superficie de la pared. Disfruta las caricias, se complace con las sensaciones, le resulta exquisita la frialdad del muro. Ahora es algo irresistible tocar la pared.

Él siente que los minutos lo aprisionan. Piensa que un grupo de seres invisibles lo está asfixiando. Lo tienen rodeado, y a momentos parece escuchar sus risotadas. Luego se le ocurre que su oficina es demasiado pequeña, que no entra suficiente aire, que no alcanzan a correr libremente todos sus pensamientos… Eso, sus ideas deben de ser esos seres invisibles que lo ahorcan. Poco a poco va anocheciendo, y en su trabajo se deja caer la pesadez. Él se recuesta sobre el escritorio, ya no quedan más pendientes por atender. El foco de su oficina termina por arrullarlo. Pero es el gerente, nadie le cuestionará nada.

Ella aún está de pie frente a la pared. Ésta la tiene atrapada con las sensaciones que provoca. Ella tiene la nariz ocupada, tratando de descifrar y catalogar todos los olores que va encontrando. Sus ojos se han perdido en la contemplación de las formas de la humedad, y sus manos han quedado prendidas de la textura de la pared. Siente que algo le falta, todavía necesita creerse verdaderamente llena. La luz del cielo va desapareciendo lentamente, dejando a la sala en una especie de penumbra. Se acerca al muro, lo acaricia con la mejilla derecha, y lo saborea con la lengua. Es ahora una enfermiza necesidad, un extraño gusto, complejo, inquietante. Los sabores que estallan en su paladar la han fascinado. Falta algo, ha quedado pendiente la satisfacción de su sentido del oído. Pasa de nuevo su lengua por la superficie. Es un sabor indescriptible. La mueca de su rostro la delata, lo está disfrutando.

Acerca su oreja a la pared, buscando que ésta la llame por su nombre. Cierra los ojos y se concentra. Frunce el ceño, mueve quedamente las manos, haciendo círculos en el muro. Hasta ahora todo ha sido silencio, pero necesita que la quietud termine. Desea escuchar a la pared. Siente un ligero cosquilleo en el contorno de su oreja y cree que la mancha le habla. Ya no le importa que la sala haya quedado hundida en la oscuridad. Ella y la pared son el único mundo, la única vida. Ella y la pared, por siempre. Vuelve a sentir el cosquilleo. Explotan de nuevo todos sus sentidos. La piel se eriza por completo. Su cuerpo está en perfecta armonía, ha alcanzado un gozo profundo. Abre los ojos, pero es ahora la pared quien le dice “ciérralos, cierra tus ojos, déjate llevar”.

Él sale del trabajo, adormilado. Su mente está tratando de ordenarse. ¿Qué hacer? Pasar por el arquitecto, comentarle sobre la pared, llegar a un buen acuerdo. Cuando respira el aire frío de la noche, antes de meterse al auto, siente como si los pulmones estuvieran a punto de congelarse. Ya en el coche, procura mantener los vidrios cerrados. Llega a casa del arquitecto, intercambian algunas palabras de afecto, y se van.

Los dos hombres se meten a la casa. La oscuridad es dominante. Él grita el nombre de su mujer. No obtiene ninguna respuesta. Conforme caminan, van prendiendo las luces de cada habitación. Se asoman a la sala, no se puede distinguir nada. Él, sin dejar de pronunciar el nombre de su esposa, busca el interruptor de la luz. Aparece, ante ellos, la pared. En el piso, un bulto de ropa de mujer. Observan el muro y la humedad que se ha apoderado de él. Hay algo, en ese monstruoso diseño, que los atrae.