Alicia llegó temprano a la cita. Se sentó en una banca del parque, en la más solitaria. Y ahí se puso a esperar. Iban a dar las cinco de la tarde y el sol era insoportable. Pero ella lo estaba soportando, de cualquier manera.
Algunos chicos jugaban futbol, otros hacían suertes con sus bicicletas, y una que otra pareja de novios se besuqueaba apasionadamente a la sombra de un árbol. Alicia, paciente, miraba los colores de la vegetación, de las casas aledañas al parque, de las poquísimas nubes del cielo, y de sus manos.
—¡Qué descoloridas están mis manos! —pensó.
Así que dieron las cinco de la tarde, hora de la cita, y Federico no había hecho acto de presencia. Alicia tarareaba una melodía que nunca antes había escuchado, y se lamentó, pues al no estar dotada para tocar instrumento musical alguno, su melodía se perdería en el olvido.
Gotas de sudor comenzaron a bajar por su cuello y sus mejillas. Su blusa púrpura se calentaba sobremanera. También le dio comezón en un pie. Un balón estuvo a punto de estrellarse en su cara.
Dieron las 5:14 y Federico aún no llegaba. El cielo se tornó amarillento, y la humedad del ambiente era muy elevada. Los chicos que jugaban futbol se retiraron y compraron helados de kiwi y arándano en algún expendio de helados cercano, mientras las aceras comenzaron a vaciarse lentamente de caminantes.
El parque también se había quedado casi completamente solo. Todas las parejas abandonaron el lugar en cuanto notaron que las manchas de sudor de sus ropas crecían a una velocidad considerable. Huyeron en la búsqueda de un lugar más fresco para poder hacer sus cosas de amantes.
A pesar de haber quedado completamente sola en el parque, Alicia no se mostró afectada. Al contrario, la soledad la confortaba y la hacía pensar, sin saber por qué, en mullidas y frescas almohadas. Ella también quería, como las parejas que momentos atrás la habían dejado sola, correr con su amante a buscar un rincón en un armario o en una oscura sala para ponerse cómoda y dejar rastros de saliva en piel ajena.
Había, sin embargo, dos problemas. El primero era que Federico no llegaba y, el segundo, era que Federico no era su amante. Todavía.
Un vendedor de helados, ya de edad avanzada, se acostó en una banca aledaña a la de Alicia y, cubriéndose el rostro con su sombrero, se quedó profundamente dormido. Roncaba. Alicia consideró que eso era algo simpático.
A pesar de la sonrisa que le arrancaron los ronquidos del anciano, Alicia mostraba ya algunos signos de impaciencia. Eran las 5:28 y Federico aún no aparecía.
Una frase, terrible sin duda, empezaba a construirse en su mente: me ha dejado plantada. Pronunció esas palabras para sus adentros y el eco de las mismas fue devastador. Alicia temió estar perdiendo su tiempo en vano.
El eco no duró mucho, de todas formas. En un segundo apareció Federico, conduciendo su imponente camioneta azul marino. Se estacionó frente al parque y se bajó apurado. Vio, a lo lejos, a Alicia. Corrió con más prisa. Y llegó y se sentó a su lado. Se dieron un beso y un abrazo.
—Perdón por la tardanza, Alicia, pero es que las moscas...
—¿Qué moscas, Federico? —preguntó Alicia extrañada.
Federico temblaba, como si su sistema nervioso estuviera severamente alterado.
—Mi padre ha comprado unas moscas, y me hizo que lo llevara a recogerlas, pero ya estoy aquí. Perdón, en serio.
Alicia levantó las cejas, sorprendida, y aceptó la disculpa. Trató de hablar de cosas superficiales, pero Federico contestaba con expresiones inciertas y nerviosas y una que otra onomatopeya.
—Dime, ¿cómo siguió tu mamá?
—¡Bruuuum!
—¿Eh?
—¡Kerrrssplaash!
Alicia pronto se sintió incómoda al no poder hablar con Federico sobre cualquier cosa. Éste, no obstante, trató de controlar sus impulsos y de ordenar sus ideas. Aclarando su garganta, dijo:
—¿Sabes, Alicia? Anoche que estaba solo en mi cuarto... bueno, era de madrugada ya. Y estaba solo. Entonces empecé a tener fantasías, fantasías eróticas, y en todas ellas estuviste tú, Alicia. Tú y algunas otras, pero siempre tú de protagonista, con ajustados trajes de baño que yo... yo, ¡yo, feliz de la vida, me atrevía a quitarte!
Alicia se levantó y salió corriendo. Federico la seguía y le detallaba las fantasías eróticas que había tenido la noche... la madrugada anterior.
—¿Te llevas bien con Laura, Alicia? ¿Son amigas? Porque ayer en mi imaginación fueron muy, muy amigas y yo estuve muy feliz de compartir su amistad, y de que ambas me hicieran su esclavo y amigo y confidente, y merecedor de su amistad desnuda. ¡Su desnudez de ambas! ¿Puedes creerlo? ¿Son amigas?
Alicia quería gritarle algo pero no sabía exactamente qué. Así que siguió corriendo hasta llegar a un taller mecánico. Ahí dentro, los trabajadores la escondieron, golpearon a Federico hasta dejarlo con severos traumatismos craneales, y escoltaron a Alicia hasta su casa.
Cuando la chica abrió la puerta de su casa, volteó para despedirse de sus héroes. Ellos, con las manos detrás de la espalda, escucharon las palabras de agradecimiento de Alicia, y no faltaron algunas lágrimas.
—Sólo hicimos lo que debió haber hecho cualquier caballero, señorita —dijo uno de ellos, hablando por sus compañeros.
Hubo aplausos, vítores, y entonces se regresaron al taller. Alicia cerró la puerta y se sirvió un vaso con abundante jugo de toronja porque tenía mucha sed.