Salí del cuarto. Silvia y yo nos miramos fijamente. Se levantó del sofá y corrió a abrazarme. Le dije que otro día volvería por cualquier cosa que hubiese olvidado, pero no planeaba hacerlo realmente. Nos dimos un último beso, miré de reojo a la anciana que lloraba cada vez con más amargura, y salí de aquel lugar que no volvería a pisar nunca más.
Azucena solía mirarme con ternura y decir:
—Te amo mucho.
Y yo me sentía soñado.
Mi parte favorita de nuestra relación era cuando llegaba a su casa a invitarla a tomar un café. Me subía a su cuarto y me dejaba estar presente mientras se arreglaba. Su reflejo en el espejo me sonreía.
Una tarde como esas, Azucena estaba poniéndose una crema en el rostro. El pequeño frasco morado me llamaba la atención. Ella tomaba un poco de crema con los dedos índice y medio y la untaba suavemente en sus mejillas. Mientras, me platicaba cosas de su escuela.
—Ya no soporto a esa maestra. A veces sueño que la mato.
Volteó de repente y, con afán de coquetería, se llevó un dedo lleno de crema a la boca. Pero el gesto le salió mal, porque la crema era amarga.
Le quité el frasquito de las manos y me alarmó una leyenda que decía: en caso de ingestión accidental, acuda inmediatamente a su médico. La leí en voz alta y Azucena se burló de mí.
—No seas tonto, no pasa nada.
Y, quizás para mostrarme su despreocupación, se llevó otro dedo con crema a la boca.
Volví a sentarme en la esquina de su cama y ella siguió hablándome de su escuela. De pronto dijo que se sentía mareada. Su piel empezó a tornarse pálida. Decidí llevarla con mi doctor, que vivía en un edificio a tres cuadras de la casa de Azucena. Tomé el frasco y nos fuimos.
Al principio, en cuanto salimos de su casa, Azucena y yo caminamos lentamente. Decía que sentía náuseas y un dolor muy fuerte. El malestar la doblaba. Tuvimos que pararnos media docena de veces para que Azucena descansara y recuperara el aliento.
Llegamos al edificio. Azucena lloraba y se sujetaba de mi brazo.
—No voy a llegar, mi amor —me decía.
Subimos caminando hasta el tercer piso. Después, tuve que cargarla. Empezó a sudar y su respiración se entrecortaba. Y no dejaba de repetir que no llegaría, que era demasiado tarde.
En cuanto llegamos al décimo piso, Azucena se deslizó de entre mis brazos y se acostó en uno de los escalones. Empezó a gritar. Traté de levantarla del suelo pero fue inútil. Decidí ir corriendo por el doctor. Le di un beso a Azucena en su frente llena de sudor frío.
Dejé de escucharla cuando puse un pie en el piso dieciséis.
Llegando al piso veinticinco, descubrí que no tenía caso seguir corriendo. Así que caminé destrozado hasta la puerta de mi doctor.
Su esposa me abrió la puerta y me dijo que el doctor no estaba en casa.
Así que bajé todos los pisos que acababa de subir.
Llegué al piso de Azucena. Estaba en posición fetal, temblando y echando espuma por la boca. Sus ojos estaban en blanco y luchaban por fijarse en mí. La levanté y murió en mis brazos.
Bajé buscando un teléfono público y llamé a emergencias. Les dije que en el décimo piso del edificio G. acababa de morir el amor de mi vida.
Luego me fui.
Carolina
Era la una de la mañana y yo no podía dormirme. Iba a prender la computadora cuando escuché que alguien tocó la puerta de mi cuarto.
Abrí la puerta y vi a Carolina llorando.
—Carlos, ayúdame, pasó algo horrible.
Temblaba y lucía indefensa. Llevaba solamente un delgado blusón blanco. La acompañé a su cuarto, al fondo del pasillo.
Encendió la luz y me acercó a su cama. Me enseñó las sábanas azules con dibujos de peces de colores. Estaban ensangrentadas y tenían un olor muy desagradable.
—Creo que tuve un pequeño accidente.
Tardé un poco en comprender que ya no iba a ser papá.
—Por favor, tienes que llevarlas a la lavadora sin que se entere tu mamá. No sé qué pensará de mí.¿Ahora qué voy a hacer?
Se tapó el rostro con las manos y se acostó lentamente en la cama. Tomé las sábanas y salí al pasillo. Desde ahí, pude escuchar sus sollozos. La luz de la habitación de mis padres estaba prendida. Mi mamá escuchó mis pasos y me habló.
—¿Por qué te levantaste?
—Voy a lavar las sábanas de Carolina. Están muy sucias —dije.
Mi mamá ya no respondió.
Bajé por las escaleras sin prender la luz. Salí al patio y me encontré con mi padre. Nos miramos como dos extraños. Le pregunté qué estaba haciendo en el patio a la una de la mañana.
—No puedo dormir. Tu mamá está tejiendo un suetercito y no quiere apagar la luz. Me salí a caminar un ratito.
Aprovechando que me quedé callado, me preguntó:
—¿Y tú qué llevas ahí?
—Unas sábanas sucias que estaban por ahí arrumbadas y que ya olían mal. Las voy a lavar.
Dijo que estaba bien y se metió a la casa. Metí las sábanas a la lavadora y dejé que la máquina empezara a hacer su trabajo. No estaba dispuesto a esperar ahí de brazos cruzados hasta que el proceso terminara. Las sacaría temprano por la mañana.
Empecé a sentir mucho sueño. Pasé a la cocina por un vaso de leche. Mi papá estaba viendo en la televisión un programa sobre la dinastía Ming. Platicamos unos minutos sobre la cultura china, hasta que de pronto se quedó dormido.
Busqué en la sala algo para que no sintiera frío y encontré uno de sus suéteres. Le cubrí la espalda y, dormido, me sonrió. Apagué el televisor y la luz de la cocina.
Subí las oscuras escaleras. Ninguna habitación tenía la luz prendida. Entré al cuarto, cerré la puerta, me metí a la cama. Mis sábanas se habían enfriado.
Cerré los ojos y tuve la sensación de que alguien me observaba. Puse atención: escuché una respiración acelerada que provenía del ropero. Me volteé y le pedí por favor a Carolina que me dejara solo. Sin decir nada, salió del ropero, abrió la puerta del cuarto y se salió para dejarme dormir en paz.