miércoles, 27 de octubre de 2010

Aceitunas


Entra una joven a la farmacia. Se pasea por los pasillos sin buscar nada en especial. Ve un artículo tras otro. Tararea una canción que escuchó recientemente en la televisión.
   Un anciano hace fila para comprar pan. Lleva una bandeja de plástico en una mano y unas pinzas en la otra. La fila de gente cubre todo un pasillo.
   Distraída, la joven choca contra el anciano. Durante la caída, la bandeja de plástico tumba un frasco de aceitunas rellenas. El piso blanco se llena de un líquido de olor penetrante. Las pequeñas aceitunas ruedan por todo el suelo. La gente que hace fila para el pan voltea alarmada.
   El anciano dice:
   —¡Fíjate por dónde caminas, escuincla pendeja!
   La joven ha abierto los ojos de par en par. Después de unos segundos, dice:
   —Libertad, igualdad y fraternidad.
   Se escuchan murmullos desde la fila de personas que observan.
   El anciano se queda mirando a la muchacha.
   —¿Qué? —le pregunta.
   —Lo que escuchó, señor —dijo la joven en voz baja.
   Un empleado se acerca se acerca y limpia el desorden. Su uniforme azul está lleno de manchas oscuras.
   —¿Qué tienen que ver la libertad, la igualdad y la fraternidad aquí, eh? —pregunta el anciano
   El empleado se interesa en la plática.
   —Uh, un viejo eslogan —dice—. Ya hay otros, más nuevos.
   La muchacha se ha recuperado del susto que le causó el accidente. Dice:
   —Nada de eso ha existido aquí.
   El anciano la mira. Arquea las cejas y se lleva una mano a la barbilla.
   —Alguna vez existió —dijo.
   El empleado ríe. Las personas que esperan en la fila del pan han dejado de prestar atención a la escena.
   —Pues sólo en sus tiempos, don —dice el empleado.
   Allá afuera, en la esquina de enfrente, se detiene un taxi. Se baja una mujer de unos cincuenta años. Esbelta, ojos grandes, cabello teñido de negro.
   Levanta los brazos, mira al cielo y exclama:
   —¡Socialismo o muerte!
   Algunos transeúntes la miran unos instantes y luego siguen caminando. La mujer baja los brazos y va a comprar una bolsa de jícama con chile.
   Dentro de la farmacia, el diálogo continúa.
   —Vas a tener que pagar el frasco —dice el empleado a la muchacha.
   El anciano mira al empleado y sonríe. Para él, se está haciendo justicia, a pesar de que el frasco no hizo daño a nadie.
   La chica lo mira con expresión inocente.
   —Está bien. Yo lo pago.
   El empleado toma otro frasco de aceitunas rellenas. Ve, en el estante, una etiqueta que dice:

¡Sólo por hoy! Aceitunas al 2 x 1

   Van a la caja. La muchacha entrega el dinero y sale caminando, tarareando una canción que escuchó en la televisión. El anciano está colocando donas, conchas y cuernitos en su bandeja. Ha quedado un fuerte olor a escabeche en el pasillo tres.

lunes, 11 de octubre de 2010

Tres cuentos


Silvia

Silvia tenía la costumbre de despertarme cuando no podía quedarse dormida. Pasábamos noches enteras platicando de lo ya vivido y del improbable futuro. Nos sentábamos en la cama, abríamos las persianas y entraba la luz de la luna. De repente reíamos y despertábamos al perro, y el perro despertaba a todo el edificio. A través de las persianas podíamos ver cómo se iban prendiendo las luces de los departamentos vecinos. La gente seguramente nos maldecía.
   Una noche, Silvia me despertó asustada y me dijo:
   —Acabo de tener un sueño espantoso.
   Le dije que se calmara y comenzó a llorar. Entre sollozos, me contó que, en el sueño, su abuela le prendía fuego a una mesa, y que las llamas terminaban por consumirlas a ambas.
   Yo aún estaba medio dormido, así que le dije que no sintiera miedo, que su abuela estaba muy lejos de nosotros y que seguramente nunca se prendería fuego. A Silvia esta respuesta no le ayudó en nada. La abracé y ella temblaba entre mis brazos. Después de un rato se quedó dormida.
   Esa mañana, sentí cuando Silvia se levantó a darse un baño. No eran ni las seis de la mañana. Me pregunté cuál era la necesidad de bañarse tan temprano en domingo. No busqué ninguna respuesta. Traté de seguir durmiendo pero ya no pude. Me quedé viendo el techo de ladrillos hasta que Silvia salió de la regadera y tuve algo mejor que mirar.
   Silvia ya no lucía asustada, pero estaba más seria que de costumbre.
   Preparamos el desayuno como todos los domingos, con un poco más de calma que en días hábiles. El ruido de los huevos al quebrarse, el del aceite en el sartén, el del jugo de naranja llenando el vaso de plástico. Yo me había sentado a la mesa y saboreaba mis huevos revueltos, cuando sonó el timbre de la puerta. Fue Silvia la que abrió.
   Como no saludó a nadie, me asomé. Había una larga y delgada mesa de madera pintada de blanco, y era lo único que podía verse. Silvia y yo nos miramos extrañados.
   Entonces se asomó la abuela de Silvia, como un animal temeroso de los humanos. Silvia corrió hacia ella y la abrazó. Luego, se deshizo en lágrimas. La abuela de Silvia se dejó abrazar sin mostrar emoción alguna.
   Silvia le hizo muchas preguntas pero no obtuvo respuesta. Su abuela se le quedaba mirando fijamente. Silvia la llevó al sofá y continuó preguntando el cómo y el porqué, ahora con angustia. Sus lágrimas no cesaban de derramarse.
   Pero la abuela de Silvia no dijo una sola palabra.
   Silvia se levantó del sofá y dio algunos pasos alrededor de los muebles. Dejó de llorar por unos momentos. Se veía impresionada, casi tanto como durante la madrugada, cuando me despertó y me narró su pesadilla. Yo metí la mesa a la casa y cerré la puerta.
   Cuando la abuela vio la mesa adentro de la casa, miró a Silvia y le dijo:
   —Mija, mi niña preciosa, tu mamá me echó de la casa y no tengo a dónde ir.
   Silvia volvió a sentarse a su lado y le preguntó qué había pasado para que su mamá la echara de la casa.
   —Es que tu mamá cree que estoy loca.
   Silvia volteó a verme y sus ojos me mostraron que estaba indignada.
   —¿Cómo vas a estar loca, abuelita? —preguntó Silvia.
   La anciana miró la mesa blanca con miedo, y luego derramó algunas lágrimas.
   —Tu mamá no me cree cuando le digo que esa mesa no es de madera.
   Y entonces la abuela rompió a llorar desconsolada. Silvia la abrazó con fuerza y permanecieron así un largo rato.
   —¡Cómo no se va a dar cuenta que la mesa no es de madera!
   Me comí los huevos revueltos y me metí al cuarto. Guardé todas mis pertenencias en un par de maletas y una mochila mientras desde la sala me llegaban los lamentos de la anciana y los esfuerzos de Silvia por tranquilizarla. El perro se quedaría, al igual que mis cacerolas y mis cactos. La vieja gritaba que la mesa era de plástico. Silvia le daba la razón.
  Salí del cuarto. Silvia y yo nos miramos fijamente. Se levantó del sofá y corrió a abrazarme. Le dije que otro día volvería por cualquier cosa que hubiese olvidado, pero no planeaba hacerlo realmente. Nos dimos un último beso, miré de reojo a la anciana que lloraba cada vez con más amargura, y salí de aquel lugar que no volvería a pisar nunca más.



 Azucena

Azucena solía mirarme con ternura y decir:
   —Te amo mucho.
   Y yo me sentía soñado.
   Mi parte favorita de nuestra relación era cuando llegaba a su casa a invitarla a tomar un café. Me subía a su cuarto y me dejaba estar presente mientras se arreglaba. Su reflejo en el espejo me sonreía.
   Una tarde como esas, Azucena estaba poniéndose una crema en el rostro. El pequeño frasco morado me llamaba la atención. Ella tomaba un poco de crema con los dedos índice y medio y la untaba suavemente en sus mejillas. Mientras, me platicaba cosas de su escuela.
   —Ya no soporto a esa maestra. A veces sueño que la mato.
   Volteó de repente y, con afán de coquetería, se llevó un dedo lleno de crema a la boca. Pero el gesto le salió mal, porque la crema era amarga.
   Le quité el frasquito de las manos y me alarmó una leyenda que decía: en caso de ingestión accidental, acuda inmediatamente a su médico. La leí en voz alta y Azucena se burló de mí.
   —No seas tonto, no pasa nada.
   Y, quizás para mostrarme su despreocupación, se llevó otro dedo con crema a la boca.
   Volví a sentarme en la esquina de su cama y ella siguió hablándome de su escuela. De pronto dijo que se sentía mareada. Su piel empezó a tornarse pálida. Decidí llevarla con mi doctor, que vivía en un edificio a tres cuadras de la casa de Azucena. Tomé el frasco y nos fuimos.
   Al principio, en cuanto salimos de su casa, Azucena y yo caminamos lentamente. Decía que sentía náuseas y un dolor muy fuerte. El malestar la doblaba. Tuvimos que pararnos media docena de veces para que Azucena descansara y recuperara el aliento.
   Llegamos al edificio. Azucena lloraba y se sujetaba de mi brazo.
   —No voy a llegar, mi amor —me decía.
   Subimos caminando hasta el tercer piso. Después, tuve que cargarla. Empezó a sudar y su respiración se entrecortaba. Y no dejaba de repetir que no llegaría, que era demasiado tarde.
   En cuanto llegamos al décimo piso, Azucena se deslizó de entre mis brazos y se acostó en uno de los escalones. Empezó a gritar. Traté de levantarla del suelo pero fue inútil. Decidí ir corriendo por el doctor. Le di un beso a Azucena en su frente llena de sudor frío.
   Dejé de escucharla cuando puse un pie en el piso dieciséis.
   Llegando al piso veinticinco, descubrí que no tenía caso seguir corriendo. Así que caminé destrozado hasta la puerta de mi doctor.
   Su esposa me abrió la puerta y me dijo que el doctor no estaba en casa.
   Así que bajé todos los pisos que acababa de subir.
   Llegué al piso de Azucena. Estaba en posición fetal, temblando y echando espuma por la boca. Sus ojos estaban en blanco y luchaban por fijarse en mí. La levanté y murió en mis brazos.
   Bajé buscando un teléfono público y llamé a emergencias. Les dije que en el décimo piso del edificio G. acababa de morir el amor de mi vida.
   Luego me fui.



Carolina

Era la una de la mañana y yo no podía dormirme. Iba a prender la computadora cuando escuché que alguien tocó la puerta de mi cuarto.
   Abrí la puerta y vi a Carolina llorando.
   —Carlos, ayúdame, pasó algo horrible.
   Temblaba y lucía indefensa. Llevaba solamente un delgado blusón blanco. La acompañé a su cuarto, al fondo del pasillo.
   Encendió la luz y me acercó a su cama. Me enseñó las sábanas azules con dibujos de peces de colores. Estaban ensangrentadas y tenían un olor muy desagradable.
   —Creo que tuve un pequeño accidente.
   Tardé un poco en comprender que ya no iba a ser papá.
   —Por favor, tienes que llevarlas a la lavadora sin que se entere tu mamá. No sé qué pensará de mí.¿Ahora qué voy a hacer?
   Se tapó el rostro con las manos y se acostó lentamente en la cama. Tomé las sábanas y salí al pasillo. Desde ahí, pude escuchar sus sollozos. La luz de la habitación de mis padres estaba prendida. Mi mamá escuchó mis pasos y me habló.
   —¿Por qué te levantaste?
   —Voy a lavar las sábanas de Carolina. Están muy sucias —dije.
   Mi mamá ya no respondió.
   Bajé por las escaleras sin prender la luz. Salí al patio y me encontré con mi padre. Nos miramos como dos extraños. Le pregunté qué estaba haciendo en el patio a la una de la mañana.
   —No puedo dormir. Tu mamá está tejiendo un suetercito y no quiere apagar la luz. Me salí a caminar un ratito.
   Aprovechando que me quedé callado, me preguntó:
   —¿Y tú qué llevas ahí?
   —Unas sábanas sucias que estaban por ahí arrumbadas y que ya olían mal. Las voy a lavar.
   Dijo que estaba bien y se metió a la casa. Metí las sábanas a la lavadora y dejé que la máquina empezara a hacer su trabajo. No estaba dispuesto a esperar ahí de brazos cruzados hasta que el proceso terminara. Las sacaría temprano por la mañana.
   Empecé a sentir mucho sueño. Pasé a la cocina por un vaso de leche. Mi papá estaba viendo en la televisión un programa sobre la dinastía Ming. Platicamos unos minutos sobre la cultura china, hasta que de pronto se quedó dormido.
   Busqué en la sala algo para que no sintiera frío y encontré uno de sus suéteres. Le cubrí la espalda y, dormido, me sonrió.  Apagué el televisor y la luz de la cocina.
   Subí las oscuras escaleras. Ninguna habitación tenía la luz prendida. Entré al cuarto, cerré la puerta, me metí a la cama. Mis sábanas se habían enfriado.
   Cerré los ojos y tuve la sensación de que alguien me observaba. Puse atención: escuché una respiración acelerada que provenía del ropero. Me volteé y le pedí por favor a Carolina que me dejara solo. Sin decir nada, salió del ropero, abrió la puerta del cuarto y se salió para dejarme dormir en paz.