Nos escondimos detrás de una gran roca. Habíamos corrido demasiado y creo que no comprendíamos muy bien el porqué. Sólo corrimos, como escapando, respirando agitadamente sin mirar atrás. Quién sabe qué había detrás de nosotros, nunca volteamos. Lo escuchamos y alguno se echó a correr y todos lo seguimos. Y de pronto ya estábamos escondidos aquí en la piedra. No recuerdo por dónde corrimos ni nada. Ahora sólo veo el estanque frente a nosotros y respiro una y otra vez echando el aire por la boca.
Alguien preguntó porqué habíamos corrido y nadie respondió. Hubo una larga secuencia de jadeos y risas, pero nadie dijo realmente nada.
Luego hubo un largo silencio.
—Podemos sacar provecho de esta situación —dijo de pronto una voz.
Yo no le creí. Era difícil creer cualquier cosa en ese momento. Y cuando empezaron a salir culebras del charco que teníamos enfrente, fue todavía más complicado creer en algo, en lo que fuera. Se escurrieron entre nuestros pies sin reparar en nosotros, sin mordernos ni nada. Sólo pasaban y subían por la colina. Todos les teníamos cierto temor pero ninguno era capaz de mencionarlo. Teníamos miedo a las serpientes y a lo que venía detrás de nosotros con pasos fuertes y pesados. Todavía podíamos escuchar los pasos en medio de la tensión de las culebras y los esfuerzos constantes por jalar aire. Y quizás también nos teníamos miedo entre nosotros. Pero cómo saberlo si aún respirábamos con trabajos, si aún sentíamos el deslizamiento de las serpientes en el lodo y no había tiempo ni oportunidad de preguntar. Era impensable hablar, hasta pensar se volvía algo complicado.
Y entonces empezó a llover. A llover con muchísima fuerza. El agua de lluvia se fue acumulando en pequeños charcos que crecieron hasta formar un gran cuerpo de agua todavía no muy profundo. Las culebras seguían moviéndose entre nosotros. Pensé en escapar, en subir por la colina pero me acordé de aquello, lo que nos venía siguiendo. El agua fue subiendo por nuestros tobillos, luego las rodillas, y en instantes ya nos llegaba al pecho. Miré hacia el cielo y vi las nubes pintadas de un pálido amarillo, y las incesantes gotas de lluvia me caían en los párpados.
Las mujeres comenzaron a nadar al centro del estanque y nosotros nos preguntamos por qué lo hacían. Pero nunca lo hicimos en voz alta, sólo nos miramos y luego nos fijamos en que las mujeres se iban ahogando una por una.
—Todavía podemos sacar provecho de esta situación —dijo alguien a mi derecha.
Entonces rompí mi silencio y dije:
—No creo que sirva de algo.
Y ya nadie me respondió. Escuché un burbujeo desesperado a los lados y de pronto estaba solo, parado de alguna forma en la punta de la gran roca. El agua me llegaba ya a la barbilla.
En un instante empecé a nadar hacia la colina, que ya era muy poco prominente. Las culebras me estorbaban, no me dejaban mover los brazos ni las piernas y por unos segundos pensé que era mi turno de ahogarme. Miré, durante esos momentos que creí serían los últimos, el brillo pálido del cielo, y con trabajos me senté a la orilla del enorme lago que crecía ante mis ojos. Después de un rato dejó de llover y me fui. No quería encontrarme con los cuerpos.
Una vez estando de regreso en el sendero por donde había llegado, me sentí observado. A lo lejos, algo venía hacia mí. Escuché el ruido sordo de las pisadas. Entonces me puse a correr. Corrí muchísimo. Nunca me di el lujo de mirar para atrás.
Alguien preguntó porqué habíamos corrido y nadie respondió. Hubo una larga secuencia de jadeos y risas, pero nadie dijo realmente nada.
Luego hubo un largo silencio.
—Podemos sacar provecho de esta situación —dijo de pronto una voz.
Yo no le creí. Era difícil creer cualquier cosa en ese momento. Y cuando empezaron a salir culebras del charco que teníamos enfrente, fue todavía más complicado creer en algo, en lo que fuera. Se escurrieron entre nuestros pies sin reparar en nosotros, sin mordernos ni nada. Sólo pasaban y subían por la colina. Todos les teníamos cierto temor pero ninguno era capaz de mencionarlo. Teníamos miedo a las serpientes y a lo que venía detrás de nosotros con pasos fuertes y pesados. Todavía podíamos escuchar los pasos en medio de la tensión de las culebras y los esfuerzos constantes por jalar aire. Y quizás también nos teníamos miedo entre nosotros. Pero cómo saberlo si aún respirábamos con trabajos, si aún sentíamos el deslizamiento de las serpientes en el lodo y no había tiempo ni oportunidad de preguntar. Era impensable hablar, hasta pensar se volvía algo complicado.
Y entonces empezó a llover. A llover con muchísima fuerza. El agua de lluvia se fue acumulando en pequeños charcos que crecieron hasta formar un gran cuerpo de agua todavía no muy profundo. Las culebras seguían moviéndose entre nosotros. Pensé en escapar, en subir por la colina pero me acordé de aquello, lo que nos venía siguiendo. El agua fue subiendo por nuestros tobillos, luego las rodillas, y en instantes ya nos llegaba al pecho. Miré hacia el cielo y vi las nubes pintadas de un pálido amarillo, y las incesantes gotas de lluvia me caían en los párpados.
Las mujeres comenzaron a nadar al centro del estanque y nosotros nos preguntamos por qué lo hacían. Pero nunca lo hicimos en voz alta, sólo nos miramos y luego nos fijamos en que las mujeres se iban ahogando una por una.
—Todavía podemos sacar provecho de esta situación —dijo alguien a mi derecha.
Entonces rompí mi silencio y dije:
—No creo que sirva de algo.
Y ya nadie me respondió. Escuché un burbujeo desesperado a los lados y de pronto estaba solo, parado de alguna forma en la punta de la gran roca. El agua me llegaba ya a la barbilla.
En un instante empecé a nadar hacia la colina, que ya era muy poco prominente. Las culebras me estorbaban, no me dejaban mover los brazos ni las piernas y por unos segundos pensé que era mi turno de ahogarme. Miré, durante esos momentos que creí serían los últimos, el brillo pálido del cielo, y con trabajos me senté a la orilla del enorme lago que crecía ante mis ojos. Después de un rato dejó de llover y me fui. No quería encontrarme con los cuerpos.
Una vez estando de regreso en el sendero por donde había llegado, me sentí observado. A lo lejos, algo venía hacia mí. Escuché el ruido sordo de las pisadas. Entonces me puse a correr. Corrí muchísimo. Nunca me di el lujo de mirar para atrás.