viernes, 30 de abril de 2010
Un anillo azul
I
Atípico el sueño, la luz,
El tiempo que tarda en pasar.
Un mensaje enviado al aire
Y esperar.
Atípica la noche sin amor,
La luna iluminando el mar,
El mar tan lejos de mí
Y de tu mirar.
Atípico el aliento con el que te llamo,
Balbuceo tu nombre,
Balbuceo tu llanto.
Inquieta, la pared ríe
De nuestro desencanto.
Atípico tu amor,
Inigualable.
II
Llovió, en las noches de abril,
Un agua tibia.
Mojó, entre minutos y horas,
Nuestra conversación.
Allá afuera, parajes secos.
El mundo ya no me convence,
Sólo tú.
III
Atípica la sal, el aroma,
La calidez de tu comida
Aún no hecha.
Tus manos temblorosas
Aún no vistas,
No entrelazadas.
Atípica mi voz, mi sangre y mis ojos,
Atípica la lucha de un cariño intrépido,
Atípicos suspiros que lanzamos
A una nada que espera.
Atípico tu amor,
Insuperable.
IV
Hogar de Venus, la casa espera
A que llenemos de ruido las paredes,
A que nombremos la nada
Como un Adán venido a menos
Y una Eva perfecta.
La casa de Venus, el hogar espera.
Dormido quizás, pero existe;
La prueba: algunas promesas
Y un anillo azul que nos alienta.
sábado, 17 de abril de 2010
Té
(Touched - My Bloody Valentine)
La cuchara giraba y giraba. Unos granitos de azúcar figuraban en el centro del remolino de té. Los imaginé extasiados, perdidos. No quería darle tragos a la taza. Todavía humeaba la superficie y valoré mi lengua, esperando al momento justo que tardó en llegar. Me perdí contemplando los granitos. Me daban ternura. Recuerdo vagas imágenes de una chica que estaba platicándome muchas cosas. De sus ojos salían lágrimas como cascadas, y recuerdo que mencionó algo así como un suicidio, su suicidio. Su perturbadora presencia no me distrajo de mi actividad con los granitos de azúcar, y no pude evitar un poco de tristeza al verlos morir así, con tan horrenda sobredosis, disueltos en una miserable taza de té.
miércoles, 7 de abril de 2010
Escaleras blancas
(La Flor Blanca - Oxomaxoma)
Para A.
Siempre me gustó ir ahí y sentarme y esperar. Mi generación tenía esa costumbre que yo nunca supe si era buena o mala. Quiero decir, lo de esperar en sí. ¿Qué esperar? Yo esperaba sentado en aquel escalón después de las seis de la tarde. De la casa de A. salía flotando el aroma de algunos perfumes. Me gustaba esperarla, escuchar la puertita negra abriéndose y salir a su encuentro con un abrazo y la pregunta: ¿Qué aroma es ese? Ella me contestaba “jazmines, sólo para ti” y yo me deshacía ahí de pie. Eso era lo encantador de A., que el olor a jazmín se me pegaba al cuerpo y al final yo bajaba los escalones y llegaba a casa dejando una estela de esencia floral en el camino. Iba sonriendo, el jazmín se colaba entre mi nariz, y detrás de mi, A. se quedaba observando el alargamiento de mi sombra bajo las luces de la calle. Así de profundo es su amor.
La gente del edificio de A. me conocía perfectamente y yo los conocía a ellos pero nomás de vista. No me gustaba tanto platicarles, pero sí sonreírles porque después quién sabe qué cosas podrían decir de mi. Pasaba por el arco de cantera y entonces sentía un airecillo suave, como un preludio a las caricias. Llegaba minutos después de las seis porque A. gustaba de sorprenderme y salir antes o salir después. Lo de salir antes lo hacía para tomarme desprevenido, sin algún discurso meloso qué darle. Lo de salir después lo hacía para que se me agrandaran las ansias. Una chica muy inteligente ella, cazando pedacitos de mi cuello bajo el resplandor del cielo púrpura del atardecer. Los días que pasé con A. pueden contarse del último al primero y viceversa sin ningún problema. No era un romance lineal, con un principio y un aparente final. Era cíclico y horizontal, pero ni esta definición es acertada. Simplemente era un romance y ya.
Vivimos muchas tardes especiales. Recuerdo una en la que le llevé un anillo azul de plastilina. No estaba seguro del porqué le iba a dar tal cosa. Mientras caminaba hacia la casa de A. pensaba que lo mejor habría sido ahorrar un montoncito de dinero o hacerme amigo del joyero y comprarle un anillo de verdad, pero decidí, cosa extraña, esperar. Entré al edificio. El día había estado nublado, raro tono grisáceo del cielo septembrino. Yo también había estado gris y por eso buscaba a A. Cualquier pensamiento nebuloso o lleno de confusa angustia se disipaba con sólo estrecharla entre mis brazos. Los pasillos estaban fríos. De las demás puertas emanaba un aroma a nostalgia. Es difícil describir el edificio donde A. vivía. Era como una especie de nueva vecindad, con puertas negras y un techo abierto que dejaba ver sólo un rectángulo del cielo. Eran cuatro pisos. Por fuera, el edificio pasaba incluso desapercibido, pero por dentro lucía enorme, como si uno estuviera en el interior de un monstruo con retoques de cantera. Aquella tarde estaban fríos los escalones. Las seis de la tarde llegaron oscuras, las luces de los pasillos tardaron en prender. Dejé correr los minutos mientras jugaba con el anillo azul y mis dedos. Esa fue la primera vez que A. se revistió con el jazmín. Sentí un cosquilleo en la nariz y de inmediato puse atención a la puerta de A. Sólo el aroma, pues la puerta no abrió con sólo verla y mi espera se alargó unos minutos. La plastilina había perdido su firmeza con la fuerza de mi mano y mi sudor. Me dio pena e incluso pensé en no darle nada, pero sabía que A. apreciaría cualquier cosa que yo le diera. Los focos del pasillo del cuarto piso se prendieron al mismo tiempo que A. abrió la puerta de su casa. Me puse de pie y corrí a abrazarla, y el olor de los jazmines frescos se me metió en la piel. Ella, soltando pequeñas risitas, me preguntó sobre mi día, sobre lo que hice o dejé de hacer. Para entonces ya había olvidado mis problemas. Nos sentamos en el escalón. Yo saqué el pequeño anillo azul y ella me miró con ojos tibios y dejó salir un halo de ternura. La noche cayó suave sobre nosotros y las escaleras blancas.
Con A., sin embargo, no todo ha sido dulce felicidad y sonrisas y abrazos. Hubo un tiempo en que dejamos de frecuentarnos. Discutimos. Nos alejamos. Yo dejé de visitar su edificio. Pasadas unas cuantas semanas, empecé a sentir un vacío inusual en la rutina de todos los días. Me preguntaba si A. sentiría lo mismo, o quizás con mayor intensidad. Nunca lo supe (Una vez que volvimos, no volteamos al pasado). Así como estábamos, con las emociones separadas, nos encontramos una tarde en una tienda de abarrotes. Cuando la vi, ella iba entrando y yo estaba parado en la esquina del frente, esperando a un colega que me llevaría unos papeles que necesitaba para el trabajo. No sabía que A. frecuentaba esa tienda. Mi colega nunca llegó y en vez de molestarme por esto, pensé en A. Quise meterme a la tienda y sorprenderla allí pero no sabía como habría de reaccionar. Esperé (cosa rarísima en mí) a que saliera de la tienda. Iban a dar las siete. Salió y dio vuelta en la esquina. Crucé la calle y comencé a seguirla sigilosamente. Olía a otras flores que no son jazmines, pero era deliciosa la estela de picazón dulzona. Me fui aproximando a ella. Por cada tres pasos que ella daba, yo daba uno mucho más largo. Entonces la vi temblorosa. Percibió mi presencia sin verme, tal vez pensó que quería robarla. En cierto modo sí la iba a robar. La tomé del brazo justo cuando pasamos por debajo del arco de cantera de la entrada y lanzó un gritito. Entonces dio media vuelta y me vio. Tardó unos segundos en plasmar alguna expresión en su rostro, y la primera que puso salió en forma de ruborcillo en las mejillas. Sonreí. Subiendo las escaleras blancas la besé. Los meses pasados habían desaparecido.
Un día, en el trabajo, me avisaron que me había ganado un puesto en la sucursal de la oficina. En medio del desierto, de la nada. Tendría que buscar casa y gente y lo demás. Sentí un cálido fastidio. Aquella tarde fui a la casa de A. para contárselo todo. Me temblaban las piernas. Pasé debajo del arco, subí todos los pisos y esperé (oh, novedad) en las escaleras. Cuando salió, corrió a mí. La abracé y se sentó en mis piernas. Se disponía a besarme cuando le mencioné el trabajo. Sonrió y no volvió a decir nada, se quedó pensando, viendo al suelo y suspirando. Yo sentí un agujero en la garganta, quería hablar pero se me derramaba todo. Duramos unas horas estáticos, tibios, y entonces le dije que vendría cada semana y otras cuantas promesas. Ella siguió con su sonrisa. Eso me sacó de control. Había esperado lágrimas pero no. Entonces bajé por última vez las escaleras pálidas, pasé por el arco de cantera y el camino a casa ahora más frío aunque fuera marzo. Sólo me acuerdo del frío, del camino a casa nada. Cuando llegué a la puerta, una sombra me tapó los ojos con sus manos. Me preguntó “¿adivina quién soy?” y yo ya sabía. Me bajé una de sus manos y la besé. A. había traído sus maletas. Su sonrisa pícara. Al día siguiente, pues, nos vinimos al desierto. En el desierto nos quedamos. A. y yo pintamos de blanco las nuevas escaleras. Se secaron rápido bajo el sol de abril.
La gente del edificio de A. me conocía perfectamente y yo los conocía a ellos pero nomás de vista. No me gustaba tanto platicarles, pero sí sonreírles porque después quién sabe qué cosas podrían decir de mi. Pasaba por el arco de cantera y entonces sentía un airecillo suave, como un preludio a las caricias. Llegaba minutos después de las seis porque A. gustaba de sorprenderme y salir antes o salir después. Lo de salir antes lo hacía para tomarme desprevenido, sin algún discurso meloso qué darle. Lo de salir después lo hacía para que se me agrandaran las ansias. Una chica muy inteligente ella, cazando pedacitos de mi cuello bajo el resplandor del cielo púrpura del atardecer. Los días que pasé con A. pueden contarse del último al primero y viceversa sin ningún problema. No era un romance lineal, con un principio y un aparente final. Era cíclico y horizontal, pero ni esta definición es acertada. Simplemente era un romance y ya.
Vivimos muchas tardes especiales. Recuerdo una en la que le llevé un anillo azul de plastilina. No estaba seguro del porqué le iba a dar tal cosa. Mientras caminaba hacia la casa de A. pensaba que lo mejor habría sido ahorrar un montoncito de dinero o hacerme amigo del joyero y comprarle un anillo de verdad, pero decidí, cosa extraña, esperar. Entré al edificio. El día había estado nublado, raro tono grisáceo del cielo septembrino. Yo también había estado gris y por eso buscaba a A. Cualquier pensamiento nebuloso o lleno de confusa angustia se disipaba con sólo estrecharla entre mis brazos. Los pasillos estaban fríos. De las demás puertas emanaba un aroma a nostalgia. Es difícil describir el edificio donde A. vivía. Era como una especie de nueva vecindad, con puertas negras y un techo abierto que dejaba ver sólo un rectángulo del cielo. Eran cuatro pisos. Por fuera, el edificio pasaba incluso desapercibido, pero por dentro lucía enorme, como si uno estuviera en el interior de un monstruo con retoques de cantera. Aquella tarde estaban fríos los escalones. Las seis de la tarde llegaron oscuras, las luces de los pasillos tardaron en prender. Dejé correr los minutos mientras jugaba con el anillo azul y mis dedos. Esa fue la primera vez que A. se revistió con el jazmín. Sentí un cosquilleo en la nariz y de inmediato puse atención a la puerta de A. Sólo el aroma, pues la puerta no abrió con sólo verla y mi espera se alargó unos minutos. La plastilina había perdido su firmeza con la fuerza de mi mano y mi sudor. Me dio pena e incluso pensé en no darle nada, pero sabía que A. apreciaría cualquier cosa que yo le diera. Los focos del pasillo del cuarto piso se prendieron al mismo tiempo que A. abrió la puerta de su casa. Me puse de pie y corrí a abrazarla, y el olor de los jazmines frescos se me metió en la piel. Ella, soltando pequeñas risitas, me preguntó sobre mi día, sobre lo que hice o dejé de hacer. Para entonces ya había olvidado mis problemas. Nos sentamos en el escalón. Yo saqué el pequeño anillo azul y ella me miró con ojos tibios y dejó salir un halo de ternura. La noche cayó suave sobre nosotros y las escaleras blancas.
Con A., sin embargo, no todo ha sido dulce felicidad y sonrisas y abrazos. Hubo un tiempo en que dejamos de frecuentarnos. Discutimos. Nos alejamos. Yo dejé de visitar su edificio. Pasadas unas cuantas semanas, empecé a sentir un vacío inusual en la rutina de todos los días. Me preguntaba si A. sentiría lo mismo, o quizás con mayor intensidad. Nunca lo supe (Una vez que volvimos, no volteamos al pasado). Así como estábamos, con las emociones separadas, nos encontramos una tarde en una tienda de abarrotes. Cuando la vi, ella iba entrando y yo estaba parado en la esquina del frente, esperando a un colega que me llevaría unos papeles que necesitaba para el trabajo. No sabía que A. frecuentaba esa tienda. Mi colega nunca llegó y en vez de molestarme por esto, pensé en A. Quise meterme a la tienda y sorprenderla allí pero no sabía como habría de reaccionar. Esperé (cosa rarísima en mí) a que saliera de la tienda. Iban a dar las siete. Salió y dio vuelta en la esquina. Crucé la calle y comencé a seguirla sigilosamente. Olía a otras flores que no son jazmines, pero era deliciosa la estela de picazón dulzona. Me fui aproximando a ella. Por cada tres pasos que ella daba, yo daba uno mucho más largo. Entonces la vi temblorosa. Percibió mi presencia sin verme, tal vez pensó que quería robarla. En cierto modo sí la iba a robar. La tomé del brazo justo cuando pasamos por debajo del arco de cantera de la entrada y lanzó un gritito. Entonces dio media vuelta y me vio. Tardó unos segundos en plasmar alguna expresión en su rostro, y la primera que puso salió en forma de ruborcillo en las mejillas. Sonreí. Subiendo las escaleras blancas la besé. Los meses pasados habían desaparecido.
Un día, en el trabajo, me avisaron que me había ganado un puesto en la sucursal de la oficina. En medio del desierto, de la nada. Tendría que buscar casa y gente y lo demás. Sentí un cálido fastidio. Aquella tarde fui a la casa de A. para contárselo todo. Me temblaban las piernas. Pasé debajo del arco, subí todos los pisos y esperé (oh, novedad) en las escaleras. Cuando salió, corrió a mí. La abracé y se sentó en mis piernas. Se disponía a besarme cuando le mencioné el trabajo. Sonrió y no volvió a decir nada, se quedó pensando, viendo al suelo y suspirando. Yo sentí un agujero en la garganta, quería hablar pero se me derramaba todo. Duramos unas horas estáticos, tibios, y entonces le dije que vendría cada semana y otras cuantas promesas. Ella siguió con su sonrisa. Eso me sacó de control. Había esperado lágrimas pero no. Entonces bajé por última vez las escaleras pálidas, pasé por el arco de cantera y el camino a casa ahora más frío aunque fuera marzo. Sólo me acuerdo del frío, del camino a casa nada. Cuando llegué a la puerta, una sombra me tapó los ojos con sus manos. Me preguntó “¿adivina quién soy?” y yo ya sabía. Me bajé una de sus manos y la besé. A. había traído sus maletas. Su sonrisa pícara. Al día siguiente, pues, nos vinimos al desierto. En el desierto nos quedamos. A. y yo pintamos de blanco las nuevas escaleras. Se secaron rápido bajo el sol de abril.
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