miércoles, 24 de febrero de 2010

Apunte no. 712


(Cygnus - La Función de Repulsa)

Alguien toma un helado aunque sea invierno en la nevería frente al jardín. A lo lejos se ve el sol que se esconde. Una mujer sentada en la esquina de L. con H. ve pasar a la gente encabronada en sus automóviles. Los camiones son desviados porque la calle F. está siendo reparada. Un intento para reivindicar al departamento de obras públicas, para que la gente diga “mira, esos sí trabajan”. Entonces los camiones son desviados y pasan por la calle H en lenta procesión, porque la calle H. siempre está llena aunque no haya camiones. Suena bobo, pero sí. Se envía a los camiones a la calle más transitada. ¿Qué llegó después? El estrés provinciano, la locura del “uno por uno” ahora imposible, claxons en demasía. El cielo ya se tornaba morado, antes había sido rojo como cualquier otro atardecer.

La calle H. está generalmente muerta del otro lado del boulevard. Se pierde entre casas olvidadas y habitantes anónimos. Las pintas urbanas dicen Morelos 13 y están hasta en el suelo, para que uno no se olvide del lugar que está pisando. Pero la Morelos 13 no existe tanto esta noche. Desde el café que está en la esquina, entre H. y boulevard, se ve una fila de monstruos anaranjados yendo hacia la parroquia. Camiones casi en estado chatarra con ruedas y gente adentro, ésos son los monstruos anaranjados. La calle H. tiene vida de más, una vida peligrosa que puede estallar en cualquier momento. Y eso sucede, precisamente.

El primer estallido pareció ser el inicio de una pieza orquestal improvisada, con los trombones y los clarinetes pero graves y un fuego elevado por encima las casas. El camión aceleró (la desesperación del chofer en la garganta y su coraje en la palanca de velocidades) y se estampó en la esquina de L. con H. Explotaron tres autos a la vez, inaugurando una pieza musical irrepetible: la locura colectiva, muchos ojos bailando sin orden repentinamente. El escape hubiera sido más sencillo para todos los transeúntes, de no ser porque los camiones que venían detrás se estamparon como si hubieran sido jalados por un imán. ¿El fuego es un imán? Quizás se abrió un agujero negro entre el camión y la pared. Gente adentro de la tiendita de la esquina de L. con H. Todos perecen.

Los pájaros negros en parvadas con su sonido sordo y tosco. El monstruo luminoso que avanzaba por la calle H. ahora es fuego y explosión. Autos atrapados en el frenesí de la casualidad. Iban pasando por allí, pasando por la calle H. como cada día. El cielo ya era morado, las nubes inocentes mirando la bella escena: metal ennegreciéndose, humo denso como smog y mujeres y niños primero a ninguna parte. Los curiosos son pronto tragados por la magnitud del fuego, casas coloniales prendiéndose como cerillos. La gente de la Morelos 13 ve desde el café y corre a sentir el choque de cada camión (ellos no saben esto pero qué mala suerte). Se llevan las latas de pintura por si hay tiempo de marcar el territorio. Unas cuadras del otro lado del boulevard no estarían de más.

Entonces sucede. La bandada de pájaros negros vuela y forma figuras oscuras en un cielo púrpura sobre las cabezas de cholos curiosos que caminan derecho al fuego y al lado de un camión que por la prisa se estrella en la esquina de H. con M. El camión explota y los pasajeros gritan y salen por las ventanas en llamas. Los cholos se asustan pero el fuego los alcanza y entonces la tragedia ya afectó a la Morelos 13. Más allá, en el jardín, los ruidos sordos se acumulan y la gente grita y desespera. La columna de humo negro se eleva sobre las fachadas de cantera y sirve para que las aves negras puedan ubicarse y saber en donde ocurrió la tragedia. El departamento de obras públicas ya sabe a quién despedir pero se hace de la vista gorda por el ruido del camión de bomberos que también se estrella en la esquina de F. con L. Estaban arreglando la calle F. unos hombres que se confundieron al ver a la gente corriendo hacia todas partes, menos hacia la calle H. en llamas. La gente chocaba porque algunos iban a la calle H. y otros venían de allá con caras de susto y miedo.

El púrpura del cielo se fue haciendo azul y luego negruzco, aunque brillaba el color del fuego que los camiones de bomberos no pudieron apagar porque chocaron. Maniobrar entre gente de tornillos dislocados y calles estrechas es complicado y esta noche sencillamente no se logra. Los camiones siguen estampándose y una parte de la pandilla Morelos 13 quiere saber a donde fue el 10% de sus integrantes. La gente que va perpendicular, por el boulevard, saca fotografías y se pregunta por el bienestar de las personas que están corriendo en la calle H. Los únicos que estaban bien eran los pájaros pero ya algunos comienzan a caer aturdidos y estrellan sus picos en las paredes.

Finalmente no pueden entrar más coches a la calle H. Los camiones se detienen en el boulevard y la gente que no ha volteado al cielo y visto la columna negruzca dice, con seguridad, que este departamento de obras públicas si sabe cómo hacer bien las cosas. Algunos pájaros se retuercen en el asfalto y mueren cuando una pieza de chatarra en llamas les cae sobre el vientre. La luna aparece y lastima con su calma. Hay fuego en la calle H. Algunas pintas de la Morelos 13 se manchan de negro y combinan con el cielo que hace rato era morado.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La vieja


(Art (by me) - Sad Lovers & Giants)

La viejecita dijo que cuidaría de mí. Estaba de pie, detrás del cancel negro, y me miraba curiosamente con sus ojos color miel tristeza. Su sonrisa era sólo una arruga idéntica a cualquiera de las que llevaba en la frente. Me hubiera gustado preguntarle cómo, por qué y para qué me iba a cuidar, pero estaba lloviendo y yo sólo llevaba un saco como abrigo. Me fui de ahí mirando mis pisadas, una tras otra, pateando piedras y charcos en desarrollo. La volví a ver a la semana siguiente. Era la misma estampa, pero esta vez no me dijo nada, se limitó a verme y sonreír. No hubo más parpadeo que el mío. Yo quería, en el fondo, que me invitara a pasar a su casa verde de amplia cochera desocupada, pero no lo hizo. Aunque sentí una vaga ansiedad al ver sus manos en pausa sobre su mandil, seguí caminando. Yo sólo la veía cada jueves, bien podía ya no pasar por ahí pero estaba comprometido sin querer. Le conté a K. sobre la viejecita y no me creyó. Ella no me cree la gran parte de las cosas que le platico, pero esta vez sí necesitaba que confiara en mí. Dijo que lo pensaría, pero que no podía entender por qué una viejita desconocida me querría cuidar. Yo tampoco lo entendía del todo. Cierto jueves me llevé a K. a caminar justo a la hora de mi cita involuntaria con la viejecita. Estaba lloviendo mucho, K. y yo jugueteábamos bajo la lluvia y nos mojábamos pateando los charcos. Mis calcetas estaban empapadas, llegamos a la calle del arroyo y le señalé la casa verde y negra. La viejecita no estaba detrás del cancel, K. empezó a dudar más de mí pero le dije que cruzáramos el arroyo. Justo cuando pasábamos por encima del pequeño puente, un automóvil pasó frente a nosotros y se estrelló contra otro coche estacionado, estallando instantáneamente. Sentí cómo la columna de humo y llamas nos envolvió a K. y a mí. Rodamos por el suelo y terminamos justo frente a la casa verde y negra sin ningún rasguño. La viejecita nos miró, sonrió, y dijo que ahora no sólo cuidaba de mí, sino también de K. Me hubiera gustado preguntarle cómo, por qué y para qué nos iba a cuidar, pero estaba lloviendo y había un hombre gritando dentro del coche en llamas que no me dejaba concentrarme. A partir de ese momento, K. me creyó. Procuramos caminar cada jueves frente a la casa verde y negra para saludar a la viejecita. No hay mucho que me preocupe desde entonces.

sábado, 6 de febrero de 2010

Olor a sardina



(Requiem for a Father - Durutti Column)


Lavé el último traste del fregadero. Ana acababa de irse y me había dejado con una pila de platos grasientos y las manos heladas, porque ya después de la comida no me dejó acariciarla ni tres segundos. Dijo que le había encantado mi sazón y para mí fue suficiente. No me habría gustado que se quedara a lavar platos puesto que yo me habría visto obligado a hacer lo mismo en su casa llegada la ocasión. Quedaron sobras suficientes para el perro y para mí. Los dedos me apestaban a atún y a salsa de tomate, y había también un poco del olor de las sardinas que trajo Ana, pero nada del olor de Ana en sí. Decidí que tomaría un baño. Afuera llovía muchísimo, entonces pensé que quizás el río se desbordaría y Ana me llamaría para que fuéramos a verlo. Suspiré.
   Abrí la llave del agua caliente y me quemé, pero luego se me olvidó con el vapor. Me bañé sin ganas. Sinceramente no tuvo mucho caso pararme debajo de la regadera porque no colaboré. Sí tomé el jabón y el shampoo y esas cosas que uno requiere para no apestar, para parecer limpio y oler como tal, pero lo hice sin emoción.
   El color beige de las paredes de mi baño siempre me arrulla, me hace respirar profundamente y acordarme de Ana. No la había soltado de mi mente, en realidad. La última vez que nos bañamos juntos fue en su casa, el agua estaba tibia pero creo que importó poco. Ahora el shampoo estaba haciendo que me ardieran los ojos y, además, el atún me había dado mucha sed. Salí del baño, me fui a mi habitación y me vestí. Ya no quería ponerme ropa porque de cualquier manera no iba a salir a ninguna parte y era seguro que nadie me visitaría, pero nunca me ha gustado andar por ahí sólo con unos boxers encima. No se me había quitado el olor a pescado de las manos. Volví a suspirar.
   Salí del cuarto con dirección a la cocina, pero cuando pasé junto a la sala del televisor me detuve inmediatamente. Había un hombre saliendo de mi pantalla plana. Como siempre, es difícil saber qué es lo que hay que hacer en una situación como ésa. Lo único que se le ocurrió a mi cuerpo fue quedarse inmóvil y esperar. El hombre forcejeaba como si se estuviera desatorando de unas lianas o escapando de un charco de arenas movedizas. Sacó primero su pierna derecha, luego la pierna izquierda y finalmente quedó fuera de mi televisor, y yo estaba ahí observándolo sin saber cómo proceder. No tenía cabello, se veía algo entrado en años. Llevaba un traje gris, una camisa blanca y una corbata negra, una combinación de colores que nunca me ha agradado del todo.
   Una vez estando afuera, volvió a meter las manos dentro del televisor. Todo el proceso era bastante silencioso. La superficie de la pantalla parecía ser líquida. Por un momento pensé que lo más sensato era iniciar una conversación, pero decidí seguir esperando sin moverme. El hombre aún luchaba con aquello que trataba de sacar del interior de la pantalla y habría sido descortés de mi parte agobiarlo con preguntas estúpidas del tipo “¿qué hace usted aquí?” o “¿cómo hizo eso?”.
   Hasta entonces él no había notado mi presencia, a pesar de que tosí un par de veces de forma deliberada. Como el tipo estaba tardando mucho con su maniobra, aproveché para ir a la cocina y tomar algo. Había dejado un vaso sin lavar en la mesa. Era el de Ana. Sobraba un poco de limonada en su vaso y me la terminé, esperando hallar en los bordes del vidrio algún sabor a los labios de Ana pero nada.
   Regresé a la sala. El hombre había sacado un maletín de cuero negro del interior de mi televisor y se estaba sacudiendo el traje. Entonces me vio y me saludó cortésmente como si me conociera de toda la vida. Me preguntó sobre el lugar al que tenía que dirigirse y yo le dije que no tenía ni la menor idea, pero que bien podría darle algunas indicaciones. Este hecho me fastidió un poco porque yo no había planeado salir de casa ese viernes y sin embargo ahora iba a tener que hacerlo. Tampoco había esperado lo del hombre saliendo del televisor, pero me imagino que esa clase de cosas suceden a menudo. No tanto las personas saliendo de los aparatos electrónicos pero sí los sucesos imprevistos.
   Me peiné, me puse un suéter y le dije al hombre que me acompañara. Él estaba sonriente y a mi me chocaba eso, su sonrisa estúpida y cortés. En el fondo lo que más me exasperaba era que había arruinado mi hogareña rutina del viernes. Bajamos las escaleras del edificio. Olía a humedad, y de la calle llegaba el aroma de la tierra mojada. A las puertas del lugar estaba don Luis.
   —¿Cómo ve, don Luis? Apareció otro —le dije.
   —Ah caray, ¿y ora qué?
   —Hay que pedirle un taxi.
   Don Luis, el hombre y yo salimos a la calle y paramos un taxi que pasó oportunamente por ahí. Llovía como si se estuviera deshaciendo el cielo. Lamenté haber tomado un baño antes y no después de todo esto, pues a final de cuentas iba a tener que bañarme otra vez para no enfermarme. Estreché la mano del hombre de traje gris por primera y última vez y el taxi se fue. Nunca supe a dónde iba. Don Luis me dio unas palmaditas en el hombro una vez que llegamos al interior del edificio.
   —¿Y vas a dejar que siga saliendo gente así nomás? —me preguntó don Luis, un tanto burlesco.
   —Sí, supongo —repliqué fastidiado—, mientras no me mate alguno está bien.
   Don Luis me estaba invitando a jugar al dominó pero rechacé su oferta porque ya le debía mucho dinero. Subí las escaleras y se me erizaron los vellos del cuerpo por el frío. Me metí a la casa, olisqueé el vaso de Ana y lo lavé. La extrañé de repente y me dieron ganas de llorar un poco. Entré a la sala, me senté en el sofá y me quedé mirando fijamente la televisión. Todavía me acuerdo del día en que Ana salió de ahí.