lunes, 27 de diciembre de 2010

Poema sobre muchísimas cosas


Hoy fue un día muy especial.
Fue como cualquier otro
día de vacaciones. Me
levanté y pasaron muchas
cosas. Y ya casi me voy
a dormir. Y eso es todo.

martes, 21 de diciembre de 2010

Ensayo sobre Siouxsie y su fuera-de-este-mundoeidad

No hay nada mejor que Siouxsie Sioux. Soy un fanático más y no debería hablar de estas cosas. Ser un fanático de cualquier cosa nos vuelve inútiles al momento de hablar de ella. Nuestro punto de vista se volverá (¡horror!) subjetivo, y entonces se desatará el Apocalipsis, porque ser subjetivo es una cosa espantosa en el mundo de la escritura. Todo el maldito tiempo* he escuchado: no seas subjetivo, no te vayas por las ramas, hay un camino debajo que dice "objetividad" y está lleno de cosas maravillosas. ¿Qué de malo tiene decir "Siouxsie es la mejor"? ¡Es la verdad!... 

Bueno...

Así que hablaré de Siouxsie Sioux. Ella nació un día... en un lugar. El imbécil médico que le dio su primera nalgada no tenía idea de lo que estaba haciendo. No tenía ni la más ínfima idea de con quién se estaba metiendo. Estaba dándole una nalgada a la Siouxsie Sioux que años más tarde vestiría una blusa con la estrella de David en un concierto en Alemania. ¿No es motivo suficiente para subirla al grado de condesa máxima de todos los territorios del orbe?

Es evidente que Siouxsie Sioux no es de este planeta. Claro, nació aquí y todo eso. Sus padres son seres humanos comunes y corrientes, como los míos o los de ustedes. Pero en algún momento de su gestación, un evento astrológico-cósmico-metafísico ocurrió en algún rincón del espacio y afectó a la pequeña Susan Janet mientras aún era un feto. Y luego, nacida bajo el signo de Géminis, cautivó a la humanidad entera... bueno, no. No cautivó a la humanidad entera. En realidad, es relativamente pequeña la cantidad de humanos que saben de Siouxsie. Y son todavía menos los que saben que en ella está la clave de la paz mundial y el fin de todas las cosas malas de esta vida. 

Tengo una copia de Tinderbox en mi librero. Usualmente los libreros sirven para acomodar libros y copias piratas de éstos, pero Tinderbox es tan increíble que merece su propio librero. Mi padre creerá que estoy más loco de lo que él pensaba loco, pero es que no ha escuchado Tinderbox jamás. Ni Juju, ni A kiss in the dreamhouse, ni Hyaena...

"This is Siouxsie and the Banshees / They are patient / They will win / In the end."

Lo he dicho antes: el mundo está revolcándose en su propia mierda. Lo único que nos queda es escuchar la voz de Siouxsie y esperar el final...

(Painted Bird - Siouxsie and the Banshees)
Sí, ¡con Robert Smith!







*¿Existe algo más subjetivo que "todo el maldito tiempo"? Lo dudo, maldita sea.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Los sándwiches


 A Felipe L.

Le di un trago a la bebida y dejé el vaso en la mesa. Los dos niños me miraban con atención, pero como vieron que yo no decía nada, se pusieron a abrir una lata de anchoas cada uno.
—¿A qué hora bajará su madre? —pregunté.
Ninguno de los dos parecía tener intenciones de responderme. Pasaron unos segundos en los que abrieron las latas, después de un corto esfuerzo, y entonces el mayor me dijo:
—Quién sabe. Mi mamá nunca come con nosotros.
Vaciaron el contenido de la lata en sus platos. El menor se levantó, abrió el enorme refrigerador gris y sacó un frasco de mostaza. Luego se paró con las puntas del pie y sacó de la alacena una bolsa con pan de caja.
Mientras el niño hacía todo esto, yo me comía las uñas y de repente miraba por la ventana. El cielo estaba nublado y la lluvia amenazaba. Unos perros jugaban en el jardín entre las hojas caídas de los árboles.
—¿De qué me dijiste que era el jugo? —le pregunté al mayor.
—Bueno, era de mango, pero le pusimos jugo de arándano.
Sonriente, el menor me dijo:
—El jugo de arándano sabe feo.
Se prepararon un sándwich de anchoas con abundante mostaza. Para mí fue suficiente. Me tomé el resto de jugo que quedaba en mi vaso y salí por la puerta de la cocina en dirección a cualquier otra parte.
Una vocecilla me detuvo.
—¿Adónde vas?
Era el mayor quien me hablaba.
—Si su madre no baja, supongo que yo subiré —respondí.
Los niños se miraron entre sí sin dejar de darle mordiscos a sus sándwiches.
—No subas, mi mami está ocupada —dijo el menor.
—Vaya, ¿y porqué no me lo dijeron antes? Estoy perdiendo mi tiempo.
El mayor comenzó a reír. Sus ojos azules me miraban fijamente, y cuando reía podían verse pequeños trozos de anchoas y el color de la mostaza en su lengua.
—No sé —me dijo, y ya no pudo seguir diciendo nada porque le ganó la risa.
Los dejé en la cocina y subí por las escaleras. No sabía cuál era la habitación de Mariana, así que abrí todas las puertas. El pasillo alfombrado era largo y tenía motivos arabescos.
Abrí la puerta del fondo y lo primero que vi fue un montón de cajas de cartón. Algunas cajas tenían la imagen de una anchoa con un fondo negro. Otras llevaban impreso el nombre de una conocida marca de mostaza. Entonces vi que Mariana había abierto una de las cajas de anchoas y contaba rigurosamente las latas. Al parecer perdió la cuenta cuando entré, porque me dijo:
—¡Eres un idiota! Estaba a punto de terminar el conteo. Ahora tendré que empezar de nuevo.
Y se jaló los cabellos. Las venas del cuello se le habían saltado y se había puesto roja como un tomate. Me arrojó una lata de anchoas, que alcanzó a pegarme en la cara.
—¿Qué esperas, imbécil? ¡Regrésame la lata!
Me sorprendió el humor de Mariana. Pateé la lata hacia ella. Hizo una atrapada espectacular.
—¿Qué haces en mi casa, por cierto? —preguntó.
Y yo cerré la puerta y me bajé con toda la intención de ver la televisión en la sala. Había empezado a llover. Antes de ir a la sala me asomé a la cocina. Los niños aún no se terminaban su sándwich de anchoas con mostaza. O quizás ya se habían preparado otro, no sé. No les pregunté.

martes, 30 de noviembre de 2010

Carta no. 19



Tengo ganas de dormir
un largo rato, de ver,
reflejados en mis
párpados cerrados,
los errores de una vida
ajena, una vida sin
todo lo que me
recuerda a mí.
Dormiré. Veré en
los ojos de una
anónima soñada,
mi cansancio por
el paso de un tiempo
que prometió ser
fugaz y que hoy
pasa a cuentagotas.
Veré en ella mis
sonrisas en desuso,
mis sonrisas de verdad.

(Anoche miré el cielo nocturno. Me reprochó mi altanería. Eres un pedante, me dijo, eres un pedante insoportable. Te has vuelto como todos. Ya no me respetas. Me miras sólo para tomarme fotos, como si fuera yo una mujer desnuda en una feria de pueblo. Y no sé si alguna vez una feria de pueblo haya exhibido a una mujer desnuda, ¿pero qué más da?)

Le tengo miedo a los
domingos en que el sol
brilla con claridad y
entusiasmo. Temo por
mi vida y por la de
mis semejantes. Temo
que un día el sol se
muera y nos deje en
penumbras, pues sólo así
sentiremos lo que es
frío de verdad. Tengo
miedo a que llegue el
domingo, porque sabré
entonces que he perdido
una semana; una semana
menos para amar al
amor de mi vida, que
aún no conozco y ni sé
si exista de verdad.


El fantasma de mi pubertad me acosa:
—¿A dónde fueron tus poemas?
Yo, atónito, respondo:
—¿Eh?


Hay un nicho de cantera en el fondo de mi armario. Lo guardo para cuando encuentre algo que alabar. Pienso: una fotografía. Pero no tengo una cámara. Tengo un teléfono que toma fotos. Blasfemia.


Muerdo tu labio húmedo.
Salivas demasiado.
¿Qué te hace pensar
tanto? Yo nunca
había pensado en
nada, hasta que te
vi y tuve que pensar
en la conveniencia
de pasar todos los
días por ahí y verte.
Me dije que valía la
pena, y no me canso
de admitir que...


Estoy cansado. Quiero que termine el 2010. Ya.
(Patético. Como si el año nuevo fuera a cambiar las cosas)


Extraño decirte que te quiero. Extraño decirte cosas. Extraño preguntarte cómo te fue. Pensar que de alguna forma yo estuve ahí, sentado entre los muebles de tu habitación, mirando tu mirada. Respirando tu aire. Vigilando tu sueño. Olvidando el resto de mi vida. Extraño sentirme flotando. Extraño salir por tu ventana con la playera en llamas. Extraño tu risa y el agua fría de la cubeta. Extraño tu foto en sepia con los lentes oscuros. Extraño hacer rico a Slim con mis mensajes de amor.


Hoy cumplo un año más de vida. Sol conjunción sol. Una nueva oportunidad. Y sin embargo haré la misma rutina. Ojalá la vida cambiara en algo. Pero un aniversario no basta. Hacen falta aniversarios a diario.


Extraño quererte sabiendo
que no eras más que una
desconocida de quién sabe
dónde en no se qué lugar.
Extraño la luz del sol del
mediodía reflejada en tus
ojos angustiados, hartos de
sufrir y de llorar. Extraño el
corto lapso de tiempo en que
tus labios (tus dedos) me
dijeron lo que yo quería
escuchar (leer). Extraño
aquellas semanas en que
te quise conocer.

Extraño mis huidas a la
cochera, privándome de
los oídos ajenos, atento
a las señales que de ti
me llegaban. Extraño tu
mensaje recibido en 
aquel automóvil apretado
y mis amigos incapaces
de saber por qué mi risa.
Extraño aquella noche
en que toqué tus piernas
inventadas en el aire.
Extraño las largas horas
que recorrí a pie, viendo
en cada ángulo una copia
fiel de tu rostro idealizado.
Extraño decirle a todos:
no me pregunten cómo
ni de quién, pero estoy
enamorado.


Me encerré a estudiar y al abrir la puerta me topé con que el color del cielo había cambiado. Con que la hora era distinta. Con que no había nada para cenar. Salí a comprar cosas para cenar e hice no sé cuántos rodeos para llegar al lugar. Y vi una doncella subiendo a su carruaje. Se escuchaba música desde el interior. Un clavecinista interpretaba obras de Bach. Y una voz cantaba: dale presea, dale presea. La doncella mostraba mucha piel. Su príncipe encantador llevaba elegante traje de terciopelo púrpura y lentes negros y cadenas de oro.

Escondo en mi apariencia
mi terrible miedo al resto de las cosas.


No sé si se han fijado
pero el agua natural
sabe horrible en vaso
de plástico. Es mejor
tomarla en un vaso
de vidrio porque el
vidrio tiene un no sé
qué que mejora el
sabor del agua natural,
que sabe horrible si
te la tomas en vaso de
plástico. Te amo.


El otro día caminaba por la calle y un anciano se orinaba en la banqueta. Alguien salió a limpiar el lugar de los hechos. El viejo reía.


Quiero vomitar. 


Anoche soñé contigo. Te declaraba mi amor. Me rechazaste. Sentí, en el sueño, un dolor profundo. Mi hermana se asomaba por la ventana y decía: mi hermano está deprimido. Abría los ojos y sentía el dolor. Paseaba con mi familia y veía, extendida en el llano, mi ciudad. El atardecer. 
Desperté y medité. Me costó trabajo creer que en sueños te declaré mi amor. Meditando escuché el canto de los gallos, los flojos ladridos de un perro y las motocicletas (sí, a las seis y media de la mañana). Terminé de meditar. Dormí de nuevo. 
Una vez dormido volví a soñar. Soñé contigo. Viniste a mi casa. Salimos. En el camino te dije: acabo de soñar contigo y rechazaste mi amor. No le diste importancia. Llegamos al boulevard y yo sentía un malestar en el pecho. Tu amor imposible. 
Se te cayó un guante mientras cruzábamos el boulevard. Y lo buscamos entre los no sé cuántos kilómetros por hora de los vehículos que pasaban a los lados. Y había tantos guantes negros. Levanté uno tras otro, uno tras otro. Hasta que di con el correcto. Me diste las gracias. Me supo amarga la saliva. 
Subimos al camión. Te fuiste adelante. No me hablaste de nuevo. Me bajé y fui a la plaza. La otra parte del sueño no te importará. 




Entre mi amor
y tus labios húmedos, 
mi indecisión. 


Entre mi vida 
y cualquier otra cosa, 
este pasado.


Entre mis ojos 
y el resto del mundo 
¡este pasado!

jueves, 11 de noviembre de 2010

Arcadas



A Richard F.



El semestre había terminado y yo tenía ganas de ir a una fiesta. Mis ojeras habían crecido mucho por la falta de sueño, el exceso de tareas y mi alimentación decadente. Así que una noche me llamó Pablo y me invitó a una fiesta. Las ojeras de Pablo también habían crecido sobremanera.
Me di un baño, me arreglé y salí de mi oloroso departamento a esperar a Pablo. Anochecía. El cielo estaba llenándose de nubes. No llevaba ninguna clase de abrigo. Seguramente llovería y yo no tenía nada con qué cubrirme.
Llegó Pablo en su automóvil plateado y nos dirigimos a algún lugar perdido en medio de la enorme ciudad. Era una zona en la que yo nunca antes había estado. No estábamos muy seguros de quién era o por qué se celebraba la fiesta, pero fuimos de todas maneras.
Llegamos a la calle y estacionamos el coche en una esquina. La cuadra estaba llena de autos. Había gente vomitando en el pasto de los jardines, vasos desechables que eran arrastrados por el viento y grupos de mujeres que se secreteaban y reían. Entramos a una especie de bodega de enormes puertas negras.
El lugar estaba lleno de personas. La música era ensordecedora. Pablo se fue abriendo paso entre la multitud y yo traté de seguirlo pero lo perdí. Un par de chicas me invitaron a bailar. No tuvieron que preguntar o pedir permiso, sólo me jalaron y de pronto se me estaban embarrando en las piernas.
Luces de colores parpadeaban en el techo. Me pregunté en qué clase de lugar estaba. ¿Un antro improvisado? ¿La enorme cochera de la casa de alguien? La música no me estaba gustando y tampoco me dejaba concentrarme.
En un instante, las chicas que habían estado untándose en mis piernas desaparecieron y me encontré bailando solo. Llegó a mis manos una lata de cerveza. La abrí, le di un par de tragos…
La música se detuvo unos momentos después de que terminé mi tercera lata. Un fulano de camisa roja tomó un micrófono y dijo:
—Esta es mi fiesta, y se escucha lo que yo quiera.
Hubo algunos aplausos y gritos. El anfitrión sonrió.
Los gustos musicales del anfitrión, a quien, por cierto, nunca había visto antes, me agradaron. De pronto alguien me dio dos palmadas en la espalda. Era Pablo. Estaba acompañado de un amigo de cuyo nombre no me enteré. El chico decía constantemente que tenía que irse pronto…
—Anda, Pablo, no te tardas nada. Si mi padre llama a las doce y yo no estoy en casa, me matará.
Pablo me dijo que tenía que irse a llevar a su amigo, pero no me dijo si volvería o no. Entonces seguí bailando un rato. ¿Y si Pablo no regresaba? ¿Qué haría? ¿Tomaría el camión? ¿Qué camión? No estaba muy seguro de cómo regresar a casa. Algunas chicas bailaban mejor que otras. Yo ya no supe cuántas latas había tomado.
Me di cuenta de que todos los ahí presentes formábamos una masa de cuerpos sudorosos que se movía de forma impredecible. Lo digo porque de pronto estuve cerca de los baños, y los baños me quedaban muy lejos cuando recién había entrado al lugar. Después de estar fuera de los baños un rato, el baile me llevó a la esquina del DJ. Casi me estrello en el enorme equipo de sonido.
Así estuve moviéndome de un lado a otro hasta que regresé a los baños. Un olor a mierda y vómito salía de ellos. La luz amarillenta me lastimaba los ojos.
Entonces… me acuerdo vagamente del primer momento en que vi a la chica. Estaba bailando muy cerca de mí. Una chica muy linda, sin duda. La perdí de vista unos segundos. Cuando la volví a ver, noté que un ojo se le había salido de la cuenca y colgaba de un lado a otro de su rostro.
Me acerqué a bailar con ella. Me pareció muy simpática. Le pregunté si le dolía el ojo.
—Me pasa siempre —dijo.
De vez en cuando su ojo chocaba contra mi cara. Yo estaba tan sudado que no pude sentir la humedad del ojo o de los nervios que lo sujetaban. Las gotitas de sudor en el cuello de la chica me excitaron. Ella me sonreía constantemente.
Después de un largo rato de bailar juntos, me alejé de la chica sin decir adiós y busqué la salida. Vi que me quedaba al otro extremo del lugar en que me encontraba. Mientras trataba de caminar hacia ella, me encontré con el amigo de Pablo y le pregunté en dónde estaba mi amigo.
—Pablo se quedó en mi casa. Cuando mi papá llame, Pablo fingirá ser yo. Es un tipazo.
Le di la razón. Me despedí del amigo de Pablo y logré, después de un gran esfuerzo, salir de la fiesta y caminar entre charcos de cerveza regurgitada y vasos de plástico regados en el pasto. No sabía para dónde quedaba mi casa, pero con un poco de suerte llegaría sano y salvo.
Empezaron a caer algunas gotas de lluvia y me maldije por no haberle pedido ni el número de teléfono a la chica del ojo colgante.
Caminé por la calle. No tenía ni la menor idea de dónde estaba. A pesar de que me había mudado a la ciudad hacía ya varios años, todavía había muchas colonias que nunca había recorrido.
Empecé a sentir unas náuseas terribles. Corrí hacia un poste de madera que estaba en una esquina y me metí dos dedos a la boca. Vacié mi estómago de las no sé cuántas latas de cerveza que había tomado hacía un rato… no sabía cuánto rato  exactamente porque no me fijé qué hora era.
Mientras estaba inclinado sobre el suelo, sufriendo todavía algunas arcadas, una mano me tocó el hombro. Volteé y era la chica del ojo. El ojo, por cierto, había regresado a su cuenca. Le pregunté cómo había sucedido.
—No lo sé, me pasa siempre —fue lo que dijo.
Me tomó de la mano. La seguí unas cuantas cuadras; los dos reíamos y tratábamos de no pisar las líneas de las baldosas de la calle. Me detuve bruscamente cuando llegamos a una avenida. Había empezado a llover con más fuerza. Estaba helándome. Los coches pasaban a gran velocidad. Le pregunté a la chica a dónde nos dirigíamos y ella, en lugar de contestar, extendió un brazo en dirección a la avenida.
Un taxi se detuvo. La puerta se abrió. El taxi olía a cigarro. Yo tenía un sabor amargo en la boca y me sentía un tanto mareado. La chica me metió al taxi y, cuando el coche arrancó, me arrepentí de nuevo por no haberle pedido ni su número de teléfono.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Tampoco puedo dormir

No pude seguir durmiendo porque había una discusión arriba, en el piso del casero. Abrí los ojos y, en medio de la oscuridad de la habitación, escuché a una mujer que decía:
   —Eres un anciano bueno para nada, si no fuera por la herencia de mi madre estarías muriéndote de hambre en la calle.
   Me senté en el borde de la cama. El reloj decía que eran las tres de la mañana con seis minutos. La luz del patio entraba por la ventana e iluminaba solamente mi televisor apagado. Me dolía el brazo izquierdo.
   —Hija, si no te gusta vivir aquí, puedes irte.
   Una discusión familiar. Supe entonces de quién era la voz de mujer que había escuchado. Por lo que pude notar, la tranquilidad de mi casero exasperaba a su hija, quien no dejaba de gritar y arrojar cosas por la ventana.
   Entré al baño a lavarme la cara. Miré mis ojeras y me rasuré el bigote. Tuve un accidente con la navaja de afeitar y empezó a salir un poco de sangre de la herida. Me puse un pequeño trozo de papel higiénico en la cara. La regadera goteaba.
   —¡Seguro hay una zorra que está aprovechándose de ti!
   Había papeles regados por toda mi habitación. Encendí la lámpara del buró y me puse a leer algunas de las hojas; ensayos mal redactados, ejercicios inconclusos, correcciones e indicaciones con tinta roja. Apagué la lámpara y dejé los papeles en su lugar.
   —Hija, hace tiempo que espero que te independices, que te cases y tengas una familia, pero no lo has hecho.
   Encendí el televisor. Fui de canal en canal y la programación se trataba básicamente de comerciales de productos milagrosos, películas eróticas de unas cuantas décadas atrás, documentales sobre las cruzadas y la edificación de ciudades egipcias y series sobre perros policía. Apagué el televisor.
   —¡Estoy casi segura de que tú mataste a mi madre!
   Las cosas que la mujer arrojaba por la ventana hacían tal estruendo que, en medio de la penumbra de mi cuarto, jugué a adivinar qué podrían ser esas cosas. ¿Portarretratos? ¿Floreros? ¿Vajillas de porcelana?
   —Tu madre, que Dios la tenga en su santa gloria…
   Me puse un pantalón y una camisa y salí de la habitación. En la cocina estaba Elías.
   —No me digas que tampoco puedes dormir —le dije.
   —Tampoco puedo dormir —me dijo.
   Había visto a Elías por la tarde, pero ahora tenía la sensación de que mi amigo había envejecido mucho en unas cuantas horas. Me dijo:
   —No hay nada en el refrigerador.
   Miré hacia la puerta. Los arbustos se agitaban por el viento. Las hojas secas de los árboles eran arrastradas por todo el piso de cemento. Fragmentos de las cosas que la hija del casero había arrojado brillaban bajo la luz del patio.
   Le propuse que fuéramos a buscar alguna tienda abierta. Fue a su habitación por una camisa y salimos.
   Cuando cruzamos el patio, tuvimos que sortear no solo las cosas que yacían tiradas en el suelo, sino las que seguían cayendo por la ventana. Televisores, planchas, ensaladeras, etcétera.
   —¡Viejo inútil! Dime dónde guardas tu dinero.
   Abrimos la puerta de la cochera y salimos acompañados por Golfo, el perro del casero. Era un labrador negro bastante bien entrenado. Elías me dijo:
   —No soporto a la hija histérica del casero. Cualquier día de estos le arrojaré una bota a ver si se calla.
    Le pedí que me invitara el día que se decidiera a hacerlo.
   En la calle hacía un frío tremendo. Caminábamos cruzados de brazos, castañeteando con los dientes. La luna llena brillaba más que las luces del alumbrado público.
   Dimos vuelta a la izquierda en la esquina y vimos que todas las tiendas estaban cerradas, salvo una. Entramos a ella. El empleado, un señor de unos cuarenta años, estaba leyendo una revista de espectáculos. Cuando nos vio pasar, la cambió por un periódico viejo.
   Elías fue por medio kilo de huevos y un paquete de salchichas. Yo tomé una caja de galletas y dos botellas de jugo de durazno.
   El empleado nos cobró una cantidad que a Elías y a mí nos pareció excesiva, pero no dijimos nada y vaciamos nuestros bolsillos sin chistar. Por la avenida pasaban automóviles cuyos pasajeros arrojaban botellas vacías de cerveza al pavimento. El ruido que hacían las botellas al quebrarse me recordó el escándalo de la hija del casero.
   Cuando salimos de la tienda, y una vez que el empleado pudo continuar con la lectura de su revista de chismes, le pregunté a Elías cuáles eran sus metas en la vida. Riendo, me dijo:
   —Ya te dije, quiero aventarle una bota a la hija del casero a ver si se calla de una vez por todas.
El Golfo nos había estado esperando afuera de la tienda. Como recompensa, Elías abrió el paquete de salchichas y le dio una. El perro se la comió sin dejar rastros.
   Caminamos de nueva cuenta por la calle de la casa. Desde lejos pudimos ver que la puerta de la cochera se abría. De ella salió una mujer joven despeinada, de baja estatura y gruesos lentes. Era la hija del casero. Por la forma en como cerró la puerta, deduje que estaba furiosa.
   Se metió a un pequeño automóvil azul y arrancó. Se dirigió a la avenida casi atropellándonos a Elías y a mí en el proceso porque no íbamos caminando por la acera.
   —¡Fíjate, estúpida! —gritó Elías
   Llegamos a la casa y vimos que nuestro casero estaba barriendo el desorden del patio. Llevaba una pijama azul con rayas blancas y, encima, una bata de tela brillante color carmín. La luz del foco del patio iluminaba su cabeza calva.
   Le dijimos buenas noches, pero no nos puso atención. Cuando pasamos junto a él, cuidando de no esparcir de nuevo la basura, escuché que decía:
   —Ay, hija. Si supieras cuánto te quiero.
   El Golfo se metió a su casa de madera. Mientras Elías abría la puerta, pude ver que de los ojos del anciano casero brotaban algunas lágrimas.
   Cerramos la puerta. Elías se preparó unos huevos revueltos con salchichas. Yo ya no tenía hambre, pero abrí un paquete de galletas y me comí un par para hacerle compañía a mi amigo.
   Charlamos sobre muchas cosas y al final no pude llegar a conclusión alguna. Le di las buenas noches a Elías y me metí a mi habitación. Me desvestí y me metí a la cama. Estuve mirando el techo un largo rato.
   De repente escuché que un auto se detenía frente a la casa. Luego unos tacones, el ruido de la puerta abriéndose y la voz de la hija del casero.
   —¿Quién te dio permiso de barrer, anciano bueno para nada?
   Elías tocó mi puerta y me dijo:
   —Voy a aventarle mi bota, ¿quieres venir?
   —No —le dije—, creo que ya tengo algo de sueño.
   —Tú te lo pierdes.
   Cerré los ojos. Sonreí cuando escuché cómo la bota se estrellaba en la hija del casero.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Aceitunas


Entra una joven a la farmacia. Se pasea por los pasillos sin buscar nada en especial. Ve un artículo tras otro. Tararea una canción que escuchó recientemente en la televisión.
   Un anciano hace fila para comprar pan. Lleva una bandeja de plástico en una mano y unas pinzas en la otra. La fila de gente cubre todo un pasillo.
   Distraída, la joven choca contra el anciano. Durante la caída, la bandeja de plástico tumba un frasco de aceitunas rellenas. El piso blanco se llena de un líquido de olor penetrante. Las pequeñas aceitunas ruedan por todo el suelo. La gente que hace fila para el pan voltea alarmada.
   El anciano dice:
   —¡Fíjate por dónde caminas, escuincla pendeja!
   La joven ha abierto los ojos de par en par. Después de unos segundos, dice:
   —Libertad, igualdad y fraternidad.
   Se escuchan murmullos desde la fila de personas que observan.
   El anciano se queda mirando a la muchacha.
   —¿Qué? —le pregunta.
   —Lo que escuchó, señor —dijo la joven en voz baja.
   Un empleado se acerca se acerca y limpia el desorden. Su uniforme azul está lleno de manchas oscuras.
   —¿Qué tienen que ver la libertad, la igualdad y la fraternidad aquí, eh? —pregunta el anciano
   El empleado se interesa en la plática.
   —Uh, un viejo eslogan —dice—. Ya hay otros, más nuevos.
   La muchacha se ha recuperado del susto que le causó el accidente. Dice:
   —Nada de eso ha existido aquí.
   El anciano la mira. Arquea las cejas y se lleva una mano a la barbilla.
   —Alguna vez existió —dijo.
   El empleado ríe. Las personas que esperan en la fila del pan han dejado de prestar atención a la escena.
   —Pues sólo en sus tiempos, don —dice el empleado.
   Allá afuera, en la esquina de enfrente, se detiene un taxi. Se baja una mujer de unos cincuenta años. Esbelta, ojos grandes, cabello teñido de negro.
   Levanta los brazos, mira al cielo y exclama:
   —¡Socialismo o muerte!
   Algunos transeúntes la miran unos instantes y luego siguen caminando. La mujer baja los brazos y va a comprar una bolsa de jícama con chile.
   Dentro de la farmacia, el diálogo continúa.
   —Vas a tener que pagar el frasco —dice el empleado a la muchacha.
   El anciano mira al empleado y sonríe. Para él, se está haciendo justicia, a pesar de que el frasco no hizo daño a nadie.
   La chica lo mira con expresión inocente.
   —Está bien. Yo lo pago.
   El empleado toma otro frasco de aceitunas rellenas. Ve, en el estante, una etiqueta que dice:

¡Sólo por hoy! Aceitunas al 2 x 1

   Van a la caja. La muchacha entrega el dinero y sale caminando, tarareando una canción que escuchó en la televisión. El anciano está colocando donas, conchas y cuernitos en su bandeja. Ha quedado un fuerte olor a escabeche en el pasillo tres.

lunes, 11 de octubre de 2010

Tres cuentos


Silvia

Silvia tenía la costumbre de despertarme cuando no podía quedarse dormida. Pasábamos noches enteras platicando de lo ya vivido y del improbable futuro. Nos sentábamos en la cama, abríamos las persianas y entraba la luz de la luna. De repente reíamos y despertábamos al perro, y el perro despertaba a todo el edificio. A través de las persianas podíamos ver cómo se iban prendiendo las luces de los departamentos vecinos. La gente seguramente nos maldecía.
   Una noche, Silvia me despertó asustada y me dijo:
   —Acabo de tener un sueño espantoso.
   Le dije que se calmara y comenzó a llorar. Entre sollozos, me contó que, en el sueño, su abuela le prendía fuego a una mesa, y que las llamas terminaban por consumirlas a ambas.
   Yo aún estaba medio dormido, así que le dije que no sintiera miedo, que su abuela estaba muy lejos de nosotros y que seguramente nunca se prendería fuego. A Silvia esta respuesta no le ayudó en nada. La abracé y ella temblaba entre mis brazos. Después de un rato se quedó dormida.
   Esa mañana, sentí cuando Silvia se levantó a darse un baño. No eran ni las seis de la mañana. Me pregunté cuál era la necesidad de bañarse tan temprano en domingo. No busqué ninguna respuesta. Traté de seguir durmiendo pero ya no pude. Me quedé viendo el techo de ladrillos hasta que Silvia salió de la regadera y tuve algo mejor que mirar.
   Silvia ya no lucía asustada, pero estaba más seria que de costumbre.
   Preparamos el desayuno como todos los domingos, con un poco más de calma que en días hábiles. El ruido de los huevos al quebrarse, el del aceite en el sartén, el del jugo de naranja llenando el vaso de plástico. Yo me había sentado a la mesa y saboreaba mis huevos revueltos, cuando sonó el timbre de la puerta. Fue Silvia la que abrió.
   Como no saludó a nadie, me asomé. Había una larga y delgada mesa de madera pintada de blanco, y era lo único que podía verse. Silvia y yo nos miramos extrañados.
   Entonces se asomó la abuela de Silvia, como un animal temeroso de los humanos. Silvia corrió hacia ella y la abrazó. Luego, se deshizo en lágrimas. La abuela de Silvia se dejó abrazar sin mostrar emoción alguna.
   Silvia le hizo muchas preguntas pero no obtuvo respuesta. Su abuela se le quedaba mirando fijamente. Silvia la llevó al sofá y continuó preguntando el cómo y el porqué, ahora con angustia. Sus lágrimas no cesaban de derramarse.
   Pero la abuela de Silvia no dijo una sola palabra.
   Silvia se levantó del sofá y dio algunos pasos alrededor de los muebles. Dejó de llorar por unos momentos. Se veía impresionada, casi tanto como durante la madrugada, cuando me despertó y me narró su pesadilla. Yo metí la mesa a la casa y cerré la puerta.
   Cuando la abuela vio la mesa adentro de la casa, miró a Silvia y le dijo:
   —Mija, mi niña preciosa, tu mamá me echó de la casa y no tengo a dónde ir.
   Silvia volvió a sentarse a su lado y le preguntó qué había pasado para que su mamá la echara de la casa.
   —Es que tu mamá cree que estoy loca.
   Silvia volteó a verme y sus ojos me mostraron que estaba indignada.
   —¿Cómo vas a estar loca, abuelita? —preguntó Silvia.
   La anciana miró la mesa blanca con miedo, y luego derramó algunas lágrimas.
   —Tu mamá no me cree cuando le digo que esa mesa no es de madera.
   Y entonces la abuela rompió a llorar desconsolada. Silvia la abrazó con fuerza y permanecieron así un largo rato.
   —¡Cómo no se va a dar cuenta que la mesa no es de madera!
   Me comí los huevos revueltos y me metí al cuarto. Guardé todas mis pertenencias en un par de maletas y una mochila mientras desde la sala me llegaban los lamentos de la anciana y los esfuerzos de Silvia por tranquilizarla. El perro se quedaría, al igual que mis cacerolas y mis cactos. La vieja gritaba que la mesa era de plástico. Silvia le daba la razón.
  Salí del cuarto. Silvia y yo nos miramos fijamente. Se levantó del sofá y corrió a abrazarme. Le dije que otro día volvería por cualquier cosa que hubiese olvidado, pero no planeaba hacerlo realmente. Nos dimos un último beso, miré de reojo a la anciana que lloraba cada vez con más amargura, y salí de aquel lugar que no volvería a pisar nunca más.



 Azucena

Azucena solía mirarme con ternura y decir:
   —Te amo mucho.
   Y yo me sentía soñado.
   Mi parte favorita de nuestra relación era cuando llegaba a su casa a invitarla a tomar un café. Me subía a su cuarto y me dejaba estar presente mientras se arreglaba. Su reflejo en el espejo me sonreía.
   Una tarde como esas, Azucena estaba poniéndose una crema en el rostro. El pequeño frasco morado me llamaba la atención. Ella tomaba un poco de crema con los dedos índice y medio y la untaba suavemente en sus mejillas. Mientras, me platicaba cosas de su escuela.
   —Ya no soporto a esa maestra. A veces sueño que la mato.
   Volteó de repente y, con afán de coquetería, se llevó un dedo lleno de crema a la boca. Pero el gesto le salió mal, porque la crema era amarga.
   Le quité el frasquito de las manos y me alarmó una leyenda que decía: en caso de ingestión accidental, acuda inmediatamente a su médico. La leí en voz alta y Azucena se burló de mí.
   —No seas tonto, no pasa nada.
   Y, quizás para mostrarme su despreocupación, se llevó otro dedo con crema a la boca.
   Volví a sentarme en la esquina de su cama y ella siguió hablándome de su escuela. De pronto dijo que se sentía mareada. Su piel empezó a tornarse pálida. Decidí llevarla con mi doctor, que vivía en un edificio a tres cuadras de la casa de Azucena. Tomé el frasco y nos fuimos.
   Al principio, en cuanto salimos de su casa, Azucena y yo caminamos lentamente. Decía que sentía náuseas y un dolor muy fuerte. El malestar la doblaba. Tuvimos que pararnos media docena de veces para que Azucena descansara y recuperara el aliento.
   Llegamos al edificio. Azucena lloraba y se sujetaba de mi brazo.
   —No voy a llegar, mi amor —me decía.
   Subimos caminando hasta el tercer piso. Después, tuve que cargarla. Empezó a sudar y su respiración se entrecortaba. Y no dejaba de repetir que no llegaría, que era demasiado tarde.
   En cuanto llegamos al décimo piso, Azucena se deslizó de entre mis brazos y se acostó en uno de los escalones. Empezó a gritar. Traté de levantarla del suelo pero fue inútil. Decidí ir corriendo por el doctor. Le di un beso a Azucena en su frente llena de sudor frío.
   Dejé de escucharla cuando puse un pie en el piso dieciséis.
   Llegando al piso veinticinco, descubrí que no tenía caso seguir corriendo. Así que caminé destrozado hasta la puerta de mi doctor.
   Su esposa me abrió la puerta y me dijo que el doctor no estaba en casa.
   Así que bajé todos los pisos que acababa de subir.
   Llegué al piso de Azucena. Estaba en posición fetal, temblando y echando espuma por la boca. Sus ojos estaban en blanco y luchaban por fijarse en mí. La levanté y murió en mis brazos.
   Bajé buscando un teléfono público y llamé a emergencias. Les dije que en el décimo piso del edificio G. acababa de morir el amor de mi vida.
   Luego me fui.



Carolina

Era la una de la mañana y yo no podía dormirme. Iba a prender la computadora cuando escuché que alguien tocó la puerta de mi cuarto.
   Abrí la puerta y vi a Carolina llorando.
   —Carlos, ayúdame, pasó algo horrible.
   Temblaba y lucía indefensa. Llevaba solamente un delgado blusón blanco. La acompañé a su cuarto, al fondo del pasillo.
   Encendió la luz y me acercó a su cama. Me enseñó las sábanas azules con dibujos de peces de colores. Estaban ensangrentadas y tenían un olor muy desagradable.
   —Creo que tuve un pequeño accidente.
   Tardé un poco en comprender que ya no iba a ser papá.
   —Por favor, tienes que llevarlas a la lavadora sin que se entere tu mamá. No sé qué pensará de mí.¿Ahora qué voy a hacer?
   Se tapó el rostro con las manos y se acostó lentamente en la cama. Tomé las sábanas y salí al pasillo. Desde ahí, pude escuchar sus sollozos. La luz de la habitación de mis padres estaba prendida. Mi mamá escuchó mis pasos y me habló.
   —¿Por qué te levantaste?
   —Voy a lavar las sábanas de Carolina. Están muy sucias —dije.
   Mi mamá ya no respondió.
   Bajé por las escaleras sin prender la luz. Salí al patio y me encontré con mi padre. Nos miramos como dos extraños. Le pregunté qué estaba haciendo en el patio a la una de la mañana.
   —No puedo dormir. Tu mamá está tejiendo un suetercito y no quiere apagar la luz. Me salí a caminar un ratito.
   Aprovechando que me quedé callado, me preguntó:
   —¿Y tú qué llevas ahí?
   —Unas sábanas sucias que estaban por ahí arrumbadas y que ya olían mal. Las voy a lavar.
   Dijo que estaba bien y se metió a la casa. Metí las sábanas a la lavadora y dejé que la máquina empezara a hacer su trabajo. No estaba dispuesto a esperar ahí de brazos cruzados hasta que el proceso terminara. Las sacaría temprano por la mañana.
   Empecé a sentir mucho sueño. Pasé a la cocina por un vaso de leche. Mi papá estaba viendo en la televisión un programa sobre la dinastía Ming. Platicamos unos minutos sobre la cultura china, hasta que de pronto se quedó dormido.
   Busqué en la sala algo para que no sintiera frío y encontré uno de sus suéteres. Le cubrí la espalda y, dormido, me sonrió.  Apagué el televisor y la luz de la cocina.
   Subí las oscuras escaleras. Ninguna habitación tenía la luz prendida. Entré al cuarto, cerré la puerta, me metí a la cama. Mis sábanas se habían enfriado.
   Cerré los ojos y tuve la sensación de que alguien me observaba. Puse atención: escuché una respiración acelerada que provenía del ropero. Me volteé y le pedí por favor a Carolina que me dejara solo. Sin decir nada, salió del ropero, abrió la puerta del cuarto y se salió para dejarme dormir en paz.

domingo, 19 de septiembre de 2010

La mujer de Fabián



Por la ventana salía el humo del tabaco. Estaba atardeciendo. El rumor de los caminantes entraba por la misma ventana. Los negocios empezaban a cerrar. Las paradas de los camiones se llenaban lentamente. 
  Adentro de la casa estaban jugando a las cartas. Había vino tibio en las copas. Los ceniceros también se llenaban lentamente, como las paradas de los camiones.
  Adentro de la casa estaban jugando un juego de cartas que no tenía reglas. De repente alguien arrojó al centro de la mesa un rey de tréboles.
  —Acabas de perderlo todo, Fabián —dijo una voz de mujer.
  Fabián se llevó las manos a la cabeza y se levantó de la mesa con su copa de vino medio vacía. Se sentó abatido en el sofá y se lamentó por lo que acababa de perder.
  —No te apures, Fabián. Ya te casarás de nuevo —dijo la misma voz de mujer.
  La mujer que había hablado se levantó también de la mesa y se sentó al lado de Fabián. Seis personas seguían jugando en la mesa. Entre ellas estaba la que hasta hacía unos instantes era la mujer de Fabián. Lucía consternada.
  Constantemente caían al suelo copas vacías. Había varios charcos de vino tinto en el piso blanquecino. El gato se acercó a lamer y se cortó la lengua con los fragmentos de vidrio azul.
  Aunque no conocían las reglas, los jugadores se tomaban el juego con mucha seriedad. Nadie hablaba y todos se miraban con odio. Una mujer echó un seis de corazones al centro de la mesa. Esto causó una gran conmoción.
  —Bueno, ahora sigues siendo la mujer de Fabián —le dijo una voz de hombre.
  Fabián dejó de besarse con la mujer que se había sentado a su lado y corrió a abrazar a su mujer. Los dos lloraron de felicidad. Se fueron al sofá y se besaron apasionadamente.
   La mujer que se había estado besando con Fabián se volvió a sentar en la mesa de juego. Soltó unas cuantas lágrimas.
  La noche se posaba poco a poco sobre la ciudad. Sólo se escuchaba el ruido de los camiones. Se prendieron las lámparas del alumbrado público. Algunos televisores fueron encendidos en las casas vecinas. Salía una luz azul por las ventanas.
  Un jugador, ya muy borracho, arrojó al mismo tiempo un as de diamantes y un siete de oros. Los demás jugadores se sorprendieron cuando vieron en el centro de la mesa un siete de oros.
  —¡Ganaste, Norberto! —le gritaron.
  Entonces abrieron la puerta de la casa y lo echaron a patadas. Rodó por las escaleras. La puerta se cerró. Cuando Norberto se levantó, se sintió muy feliz por haber ganado. Se fue a la parada del camión que estaba en la esquina.
  Los cinco jugadores restantes no se esforzaban mucho por tratar de entender el juego, pero mantenían las miradas poco amistosas porque en el fondo temían que algo horrible les sucediera.
  Las cartas iban y venían de una mano a otra, del centro de la mesa a la baraja y de la baraja a las manos de los jugadores. Las copas de vino se llenaban y se vaciaban constantemente, como las paradas de los camiones.
  La mujer de Fabián estaba desnuda. Miraba las paredes amarillentas y sentía la fría textura del sofá en su espalda. Fabián estaba muy entretenido besándole los pies.
  Sonó el timbre. Los jugadores se miraron contrariados porque no sabían quién debía abrir la puerta. Entonces recordaron que había un anfitrión y todos lo miraron al mismo tiempo. El anfitrión se puso de pie y los jugadores restantes pusieron sus cartas boca abajo en la mesa. Era un niño que trabajaba en la taquería de la planta baja.
  —Que si van a querer tacos hoy —dijo.
  Nadie dijo nada. Miraron al niño con aparente atención. El niño ya estaba acostumbrado a la escena. El anfitrión tomó al niño de la mano y lo sentó en la mesa de juego. Le dio sus cartas y le dijo que tomara su lugar mientras él bajaba y pedía tres tacos de bistec. El anfitrión era el único que estaba sobrio.
  El juego se reanudó. El chico arrojó un cuatro de espadas, un tres de corazones y un diez de tréboles. Los jugadores arrojaron sus cartas al aire y empezaron a reír y a gritar con júbilo.
  —¡Ganamos todos! ¡Ganamos todos!
  Todos se abrazaron y se besaron con efusividad. Hubo una serie de eructos y resbalones. La única que no abrazó ni besó con alegría fue la mujer que se había besado con Fabián. Miraba estupefacta el montón de ropa que estaba debajo del sofá donde Fabián y su mujer jugaban a besarse la piel.
  El niño salió de la casa y bajó a la taquería. Se encontró al anfitrión poniéndole salsa roja a sus tacos.
  —¿Quién ganó?  —preguntó el hombre.
  —Yo les gané, pero creo que no saben jugar —dijo el niño antes de ponerse a destapar refrescos.
  Cuando el anfitrión regresó a su casa, los camiones ya habían dejado de pasar. Encontró a Fabián y a su mujer mirando el noticiero. Estaban desnudos y sudorosos. Y felices. Se sentó en el sofá de al lado y pronto los tres se quedaron dormidos.
  Algunos jugadores yacían dormidos alrededor de la mesa de juego. Muchas cartas se habían mojado con vino tinto. El gato merodeaba por ahí.
  La mujer que se había besado con Fabián volvió a llorar. Se puso de pie, se sirvió más vino en su copa y se lo bebió de un trago.
  Antes de caer dormida al suelo, tuvo la delicadeza de apagar la luz.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Miedo a los naufragios

La primera vez que la vi fue en un sueño. Estábamos los dos dentro de un armario y nos pegaba la luz del sol que entraba por la ventana. Ella estaba desnuda y me decía cosas tiernas al oído. Luego empecé a soñar otras cosas que no tenían nada que ver con ella y más tarde me desperté.
    Después de un rato mi hermano se despertó también y encendió la televisión de la sala. Se sentó en la alfombra. Estaban pasando una competencia de ciclismo. Le pregunté si le gustaba el ciclismo y dijo que no sabía. Y se quedó mirando la pantalla sin parpadear. Bajé a la cocina por un plato de cereal con leche y subí para dejarlo en la mesita de la sala. Mi mamá estaba barriendo el patio y no se detuvo al verme. Estaba cantando una canción. Me dieron muchísimas ganas de darle los buenos días. Pero me gusta más darle las buenas tardes.
    Me salí de la casa y caminé pensando en la chica que acababa de soñar. Mi esperanza era verla pasar por ahí, quizás también buscándome. Pero llegué a la parada del camión sin que nadie como ella apareciera.
    Esperé unos minutos. A mi lado estaba un hombre delgado con cara de no muchos amigos. Agitaba una y otra vez la mano en la que traía las monedas. A esa hora no pasaban muchos coches por el boulevard y los pocos que pasaban reflejaban la luz del sol que lentamente iba saliendo. Y el brillo nos calaba en los ojos.
    Llegó un par de señoras con bolsas para el mandado todavía vacías. Hablaban sobre lo horrible que es que suban los precios de las cosas. Me dieron ganas de decirles que yo también estaba igualmente horrorizado, pero en eso llegó el camión y las señoras ya tenían un pie adentro cuando yo apenas pensaba en lo que iba a decir.
    Le di una moneda de diez pesos al chofer y luché por recordar las palabras exactas que la mujer de mi sueño me había dicho. Pudo haber sido algo como “soy toda para ti”. El chofer me dio el cambio de mala gana. Me senté en el primer asiento vacío que vi. Del lado de la ventana estaba una chica con un ojo morado. Miraba al infinito. Cuando me senté y tuve tiempo de mirar por la ventana, me di cuenta de que el infinito es algo muy entretenido de ver.
    ¿Acaso fue un “me encanta que seas mío para siempre”?
    El camión arrancó y avanzó tambaleante por la calle. Algunos topes cruzan la calle en diagonal, y cuando los camiones pasan por encima de ellos, todos los pasajeros se mueven de un lado a otro, y es peor para los que van de pie agarrados de donde pueden. La calle se iba estrechando conforme el camión se acercaba al centro. Uno llega a sentir que en cualquier instante el camión chocará con uno de los muchos automóviles estacionados. La sensación es todavía más impresionante si uno va del lado de la ventana, pero la chica que iba junto a mí seguía mirando al infinito, un infinito que se iba moviendo a nuestro ritmo, que se desparramaba de puerta en puerta, de cara en cara.
    En cierto momento del viaje me di cuenta de que me había subido al camión sin saber porqué. Entonces me bajé del camión.
    Quedé frente a una pollería. Los cuerpos redondos y empalados de los pájaros  muertos daban vueltas frente al fuego. La empleada me miró con simpatía. Escuchaba a Selena. Los camiones pasaban y dejaban una olorosa estela de humo, y a mí me parecía que una parte de todo ese humo iba a dar a la rosticería y que las jugosas pechugas se llenaban de smog. Podría haber visto el movimiento de los pollos durante horas, pero alguien me empujó y tuve que seguir caminando a pesar de que no sabía a dónde iba.
    ¿Acaso fue un “adoro ser tuya para siempre”?
    Me metí a la plaza y anduve mirando distraído los aparadores de las tiendas. Me senté en una de las bancas solitarias y me puse a ver pasar a la gente. Pero a esa hora no pasaban muchas personas.
    A mi lado había un policía que le hablaba de amor a una de las empleadas de limpieza de la plaza. Ella lo miraba coqueta. Así me miró la chica de mi sueño, sólo que ella estaba desnuda, no con uno de esos delantales azules que llevan las empleadas de limpieza de la plaza. Y casi, casi puedo asegurar que sentí su piel húmeda mientras la tenía abrazada y me decía cosas tiernas al oído.
    Entré al supermercado y compré medio kilo de jitomates y dos libros. Los libros los compré para mi hermano. Los jitomates para mí.
    Cuando salí de la plaza, saqué un jitomate de la bolsita y le di un mordisco. Estaba jugoso y se chorreó.
Entonces pienso que así de jugosos eran los besos de la chica del sueño. Y no nada más sus besos.
    Pasé por la pollería y compré medio pollo. Lo del smog me había abierto el apetito. La empleada me tuteó e hizo de los pocos segundos que estuvimos frente a frente algo muy disfrutable.
    Decidí regresar a casa a pie. En el camino me compré un refresco que me supo horrible. Me senté en una banca del parque a descansar y a pensar qué sabor de refresco debí haber escogido en lugar de tamarindo, y en eso vi pasar a una vieja amiga. La detuve y vi la tristeza en sus ojos.
    —Estoy destrozada —me dijo—, he terminado con mi novio.
    Yo no sabía muy bien qué decirle. Pensé algo rápido y se lo dije.
    —No te preocupes, encontrarás a alguien que te valore como te mereces.
    Ella sonrió y luego se soltó llorando en mi hombro. La chica de mi sueño no lloró en mi hombro, pero las gotitas de sudor que corrían por sus mejillas parecían querer imitar lágrimas de felicidad. Mi amiga me dijo que yo era un tipo estupendo. Yo quise aprender a valorarla como se merecía. Pero no sé si podría hacerlo después de haberla imaginado desnuda durante toda la adolescencia.
    Mi amiga se despidió de mí y se fue. Yo también.
    Abrí la puerta de la casa y mi madre estaba cortando cebollas en el comedor. Lloraba demasiado. Le di las buenas tardes. Subí a la sala y encontré que mi hermano también estaba llorando. Cuando me vio, se levantó y me dio un abrazo, y me dijo entre sollozos:
    —Hermano, le tengo miedo a los naufragios.
    —Nunca nos vamos a subir a un barco, no tengas miedo —le dije.
    Acaricié su barba y dejé los libros junto al plato de cereal con leche que estaba medio vacío. Le dije a mi hermano que los libros eran para él. Pero él seguía llorando porque un miedo enorme a los naufragios se había apoderado de su pensamiento.
    ¿Acaso fue un “nunca voy a dejarte ir”? Me jode olvidar los diálogos de mis sueños.
    Bajé y le di a mi mamá uno de los jitomates que quedaban. Le dije que estaban riquísimos.
    —Prueba las cebollas —me dijo—, a tu padre le encantaban las cebollas crudas cuando tenía tu edad.
    En eso llegó mi papá y vi la tristeza en sus ojos.
    —Hoy murió un bebé en mis manos —dijo en cuanto cerró la puerta.
    Mi mamá corrió a abrazarlo. Escuché que mi hermano gritaba de miedo allá arriba. Subí para tranquilizarlo.
    ¿Acaso fue un “te amo y no seré de nadie más que no seas tú”?
    En la televisión de la sala, una animación por computadora reproducía el naufragio del Titanic. Mi hermano no podía soportarlo. La sola pronunciación de la palabra “naufragio” lo hacía estrellar su cabeza contra la pared. Rápidamente cambié de canal y me encontré con la transmisión de un torneo de golf.
    Le pregunté si le gustaba el golf y dijo que no sabía. Y se quedó mirando la pantalla sin parpadear.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Sinónimo de olvido


"La vida es una mala noche en una mala posada."
Santa Teresa de Jesús.



La noche.
Sinónimo de mar,
de normalidad.
Sinónimo de luz
en el sueño del ciego.
Sinónimo de paz ficticia,
del ojo que guiña y arrulla.
Sinónimo de amar.

La noche
tiene un capricho
y es siempre el mismo:
poner nerviosas
a las paredes
y hacer palpitar las puertas.
Luego se va
y toma su lugar
el amanecer,
que siempre sabe
a tiempo perdido,
a juventud desperdiciada.

La noche.
Inevitable,
dulce,
cálida,
interminable noche.
Sincera y cruda,
honesta y puntual,
arrogante y sudorosa,
escapista.
Así deben de ser
todas las noches.
Así serán
si permanezco.

La noche.
Sinónimo de ti
lejos de mí.
Sinónimo del año desgastado
antes de tiempo.
Sinónimo de sal,
de tus labios que se pierden
entre piel y romance.
Sinónimo del sueño,
de amnesia matutina.
Sinónimo de olvido.

jueves, 26 de agosto de 2010

Culebras


Nos escondimos detrás de una gran roca. Habíamos corrido demasiado y creo que no comprendíamos muy bien el porqué. Sólo corrimos, como escapando, respirando agitadamente sin mirar atrás. Quién sabe qué había detrás de nosotros, nunca volteamos. Lo escuchamos y alguno se echó a correr y todos lo seguimos. Y de pronto ya estábamos escondidos aquí en la piedra. No recuerdo por dónde corrimos ni nada. Ahora sólo veo el estanque frente a nosotros y respiro una y otra vez echando el aire por la boca.
    Alguien preguntó porqué habíamos corrido y nadie respondió. Hubo una larga secuencia de jadeos y risas, pero nadie dijo realmente nada.
    Luego hubo un largo silencio.
    —Podemos sacar provecho de esta situación —dijo de pronto una voz.
Yo no le creí. Era difícil creer cualquier cosa en ese momento. Y cuando empezaron a salir culebras del charco que teníamos enfrente, fue todavía más complicado creer en algo, en lo que fuera. Se escurrieron entre nuestros pies sin reparar en nosotros, sin mordernos ni nada. Sólo pasaban y subían por la colina. Todos les teníamos cierto temor pero ninguno era capaz de mencionarlo. Teníamos miedo a las serpientes y a lo que venía detrás de nosotros con pasos fuertes y pesados. Todavía podíamos escuchar los pasos en medio de la tensión de las culebras y los esfuerzos constantes por jalar aire. Y quizás también nos teníamos miedo entre nosotros. Pero cómo saberlo si aún respirábamos con trabajos, si aún sentíamos el deslizamiento de las serpientes en el lodo y no había tiempo ni oportunidad de preguntar. Era impensable hablar, hasta pensar se volvía algo complicado.
    Y entonces empezó a llover. A llover con muchísima fuerza. El agua de lluvia se fue acumulando en pequeños charcos que crecieron hasta formar un gran cuerpo de agua todavía no muy profundo. Las culebras seguían moviéndose entre nosotros. Pensé en escapar, en subir por la colina pero me acordé de aquello, lo que nos venía siguiendo. El agua fue subiendo por nuestros tobillos, luego las rodillas, y en instantes ya nos llegaba al pecho. Miré hacia el cielo y vi las nubes pintadas de un pálido amarillo, y las incesantes gotas de lluvia me caían en los párpados.
    Las mujeres comenzaron a nadar al centro del estanque y nosotros nos preguntamos por qué lo hacían. Pero nunca lo hicimos en voz alta, sólo nos miramos y luego nos fijamos en que las mujeres se iban ahogando una por una.
    —Todavía podemos sacar provecho de esta situación —dijo alguien a mi derecha.
    Entonces rompí mi silencio y dije:
    —No creo que sirva de algo.
    Y ya nadie me respondió. Escuché un burbujeo desesperado a los lados y de pronto estaba solo, parado de alguna forma en la punta de la gran roca. El agua me llegaba ya a la barbilla.
    En un instante empecé a nadar hacia la colina, que ya era muy poco prominente. Las culebras me estorbaban, no me dejaban mover los brazos ni las piernas y por unos segundos pensé que era mi turno de ahogarme. Miré, durante esos momentos que creí serían los últimos, el brillo pálido del cielo, y con trabajos me senté a la orilla del enorme lago que crecía ante mis ojos. Después de un rato dejó de llover y me fui. No quería encontrarme con los cuerpos.
    Una vez estando de regreso en el sendero por donde había llegado, me sentí observado. A lo lejos, algo venía hacia mí. Escuché el ruido sordo de las pisadas. Entonces me puse a correr. Corrí muchísimo. Nunca me di el lujo de mirar para atrás.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Cuánto tiempo sin verte

No sabía que Sofía había regresado a la ciudad hasta aquella tarde de marzo. Bonita tarde, en verdad. La plaza brillaba más que nunca, los niños perseguían palomas y los boleros hablaban de futbol. Ese día me dio por salir a caminar sin rumbo, como si fuera foráneo y estuviera visitando el lugar por primera vez. La verdad extrañé el coche al principio, luego me divertí mucho al ver el tráfico y las caras de desesperación de todos los conductores. Y luego me cansé de vagar y me senté en una mesa sola del café y pedí un té. ¡Un té, cosa rara!
    Ya me iba a terminar mi té cuando de repente entró Sofía. Vi primero su largo cabello castaño, lacio. Luego sus cejas pobladas encima de los ojos color miel. Se veía hermosa. Se sentó dándome la espalda, y yo me levanté y fui hacia su mesa. Seis años sin verla. Había tanto que contarse. Sacó un cigarro y lo encendió. Le di una palmadita en el hombro. No tuve que decirle nada, se levantó rápido y me dio un abrazo y me llenó de preguntas. Cómo estás, cómo te ha ido, en dónde trabajas, cómo está tu mamá.
    Respondí a todo y entonces yo le pregunté lo mismo. De verdad que hacía un lindo día. No muy caluroso, con gente agradable alrededor y ahora el encuentro con Sofía. Y ella empezó a contarme que acababa de mudarse, que había puesto una joyería y yo pensé que aquello era muy bueno, hasta le dije que pronto iría a comprar algo. Ella dijo que sí, algo para mi madre o mi hermana estaría bien, o para mi novia o esposa en caso que tuviera una. Yo le dije que no, que no tenía novia ni esposa, que mejor le compraría algo a ella. Hizo como que no escuchó eso último y me preguntó que cómo era posible que no estuviera casado ya. Le dije que así estaban las cosas. Ella se sonrió. Qué bonita su sonrisa, en verdad.
    Ya se había terminado dos cigarros. Yo pedí otro té y ella pidió un amaretto. A momentos no supe qué contarle. No parecía estar esperando a nadie, no mostraba impaciencia ni nada, no miraba su teléfono celular ni volteaba a las esquinas para ver si se acercaba alguien. Entonces empezamos a hablar de la secundaria, de aquellos tiempos en que todo lo veíamos tan fácil, tan posible. A ella casi se le salen las lágrimas mientras recordábamos nuestras aventuras.
     Le pregunté si recordaba nuestro noviazgo. Ella sonrió de nuevo y dijo que sí, que había guardado por mucho tiempo las cartas que yo le escribía. Eso me dio mucho gusto porque yo aún tenía una caja de zapatos llena de sus notas y sus corazones de papel con nuestras iniciales.
     Su café humeaba, no lo había probado aún. Le daba muchas vueltas a la cuchara. “Fue muy bonito, fuiste mi primera novia”, le dije. Ella me miraba casi con ternura, como si fuera mi madre. Lo veía en sus ojos. “Yo ya había andado con Oscar en ese entonces”, fue lo que me dio como respuesta. Eso no me gustó porque siempre había pensado que Oscar la había maltratado bastante. Cuando fuimos novios, ella me contaba lo mal que lo había pasado a su lado. Antes de eso, Oscar y yo solíamos llevarnos bien, pero por las palabras de Sofía empecé a tenerle rencor. Entonces le recordé eso, le dije que siempre había pensado que Oscar era un tipo un tanto despreciable, una especie de lacra. Ella me miraba sin responder. Probó su café y no pude ver expresado en su rostro si la bebida estaba buena o mala, demasiado caliente o tibia. Su cara ya no me mostraba nada. Entonces ella dijo que no culpaba a Oscar de nada, que en aquel entonces todos ignorábamos muchas cosas de lo que es la vida. Yo pensé que tenía razón y eso me calmó.
     La gente entraba y salía del café. El tiempo pasaba un tanto rápido. Ella jugaba de repente con la cajetilla de cigarros medio vacía. Le pregunté si recordaba cómo fue que terminamos nuestro noviazgo. Dio otro sorbo a su café y volvió a sonreír, como si hubiera llegado un recuerdo alegre a su cabeza. Me dijo que Oscar y yo nos habíamos peleado en una posada de la escuela. Yo debí haber puesto una expresión de sorpresa en mi rostro porque después agregó que sí, que aquello había sido todo un acontecimiento, que cómo era verdad que yo lo hubiera olvidado. Me dio mucha risa. Las imágenes de aquella noche pasaron una tras otra por mi mente, en una borrosa secuencia. Yo me acerqué a Oscar por la espalda y le di un puñetazo en el ojo izquierdo. Se levantó del suelo y me pegó en el estómago y así estuvimos un buen rato forcejeando en el suelo, rodeados de gente que nos gritaba emocionada. Sí, también recordé que Sofía lloró cuando me acerqué a ella para explicarle, pero no me dio tiempo de nada, me dijo que habíamos terminado y para mí fue la catástrofe. Apenas tenía quince años. No volví a tener una novia como ella y me sentía un poquito mal cuando le decía esto a la gente, que había tenido mi última novia entrañable durante la secundaria. De repente las palabras se juntaron en mi garganta y luego mi lengua y miré a Sofía y le dije: No he vuelto a tener nada tan sincero como lo que tú y yo vivimos.
     Ella abrió los ojos de par en par y se ruborizó, pero no un rubor alegre sino uno que hizo que agachara la cabeza y mirara fijamente la taza con el amaretto. Me dijo con voz muy baja que eso no podía ser, que lo nuestro había sido hacía tanto tiempo atrás, y además éramos tan chicos y no pasamos de unos cuantos besos y salidas al parque. Ella no entendía, parecía confundida. Yo sonreí. Ahora ella me estaba dando mucha ternura a mí. Le dije que no importaba el tiempo o lo jóvenes que éramos, sino el simple hecho de que me alegraba haber tenido algún día entre mis brazos a una mujer tan hermosa.
     No me había dado cuenta de que ya estaba anocheciendo, pero sí me percaté de que Sofía estaba muy sonrojada. Y ahora también la veía incómoda, como si quisiera cambiar de tema urgentemente o, tal vez, salir corriendo. Me callé la boca y le di vueltas a mi taza de té vacía. Así pasaron unos minutos. Luego ella rompió el pesado silencio y me dijo que había sido algo muy bello, nuestra relación adolescente.
     Esas palabras no me animaban a seguir tocando el tema. Las dijo con seriedad. De repente sentí que había arruinado la tarde y estaba por pedir la cuenta, y en eso Sofía volvió a hablar diciendo que también pensaba como yo, que también pensaba que había sido lo más sincero hasta que se casó. Y agregó que ahora era feliz con su familia.
     Sí. En ese momento sonreí y pensé seriamente en la cuenta. Me pregunté a mí mismo porqué me habían desilusionado estas palabras, y en eso sonó su celular. Alguien le dijo algo sin darle oportunidad de responder, luego ella miró hacia la calle y sonrió. Era una sonrisa de oreja a oreja. Metió la cajetilla en su bolso, se levantó y caminó hacia afuera. Me miró emocionada y me dijo que saliera para conocer a su nena.
     Me paré y vi a la niña caminando de la mano de su papá. Él la soltó y la niña dio torpes pasitos hasta llegar con su mamá, quien la levantó y la abrazó. Tendría poco más de un año. Me acerqué a ellas y le di un beso en la frente a la nena, que era preciosa. Luego me acerqué al papá y le dije Oscar, cuánto tiempo sin verte, y Oscar me dijo cómo estás, y yo le dije bien, gracias. Los orgullosos padres se abrazaron, yo me despedí de ellos y me fui a pagar, por fin, la cuenta, y salí del café sin mirar atrás. De la luz del sol quedaban muy pocos rastros, y sentí que había demasiada gente en el centro, demasiado ruido, como si sus voces se hubieran multiplicado. Corrí a tomar un taxi y en el camino fui pensando en todo lo que podría hacer con una caja de zapatos vacía.