A las seis de la tarde de un día cualquiera me encontré suspirando en las orillas de un arroyo raquítico. Suspiraba por el arroyo, por el sol que se escondía detrás de un cerro simpático, y por las aves que iban volando de un lado a otro, buscando algo para comer. A las seis y media de la tarde tomé una piedra que estaba a mi lado y la arrojé a la corriente del arroyo, provocando una onomatopeya parecida a un "splash". A las siete de la tarde (unos dicen tarde, otros noche) volví a suspirar, esta vez por un perro callejero abandonado a su suerte, que caminó frente a mis ojos y me miró de forma conmovedora. A las siete y media de la tarde (unos dicen noche, pero yo insisto en decirle tarde) miré al cielo y me dieron ganas de reír, porque lucía bellísimo. A las ocho de la noche me levanté con una lágrima corriendo por mi mejilla. Es que la extraño mucho...
domingo, 27 de septiembre de 2009
Me encontré suspirando
viernes, 18 de septiembre de 2009
Instrucciones para pasar desapercibido/a
Cuando salgas de casa, asegúrate de que nadie te esté observando. Procura no hacer ruido con la puerta, ni con las llaves, ni con los pies al caminar. Si alguien va pasando por la acera y te ve de forma misteriosa, actúa con naturalidad. Acuérdate que no eres delincuente ni maleante, sino simplemente un ser humano que sale de casa, inmerso en la búsqueda incesante de la indiferencia del resto de la población. Métete de lleno al recorrido de la acera, cuidando de no hacer ademanes o gestos innecesarios. De preferencia, trata de llevar un paso constante y silencioso. Recuerda que nadie imagina quien eres, y que francamente a nadie tiene por qué importarle, así que no evidencies lo contrario. Ten esto en cuenta: en la calle, nadie tiene por qué ser verdaderamente importante. Allá afuera, todos somos blancos posibles de cualquier clase de calamidades, precisamente porque éstas no conocen distinción alguna. Cruza las esquinas con sigilo, para que de esa manera la gente crea que no eres interesante. Aquí la cuestión es saber cómo mover las manos (yo diría que mejor las dejaras en tus bolsillos), qué tan rápido dar cada paso y en dónde colocar la mirada. Porque, sin temor a equivocarme, mirar a los ojos de cualquier extraño puede traer ciertas consecuencias, algunas curiosas, otras lamentables. No te detengas a menos de que sea indispensable hacerlo, porque perderías el ritmo y te delatarías. Si alguien te saluda en la calle y va caminando por la otra acera, jamás te detengas a entablar una conversación con esa persona. Porque no sé si sepas que este artículo se trata, básicamente, de cómo se puede pasar completamente inadvertido durante un trayecto cualquiera. La cosa es así: del punto A al punto B nadie debe saber que existes. Lo más importante de todo este proceso es el hecho de que debes tener vacía la mente. Si puedes, olvídate de proyectos, planes, metas, sueños y deseos, porque la gente con agendas límpidas es más ligera que la que sostiene con sus hombros el peso de una vida social inacabable.
lunes, 14 de septiembre de 2009
Luces de carretera
Me levanté a las 4:30 de la mañana para darme un baño e intentar abrir los ojos de forma definitiva. El agua helada me caía por los hombros y se estremecían los nervios de mi espalda. Finalmente pude despegar los párpados, aunque no recordaba con exactitud el por qué de mi temprano despertar. Me llené el cabello de shampoo y lo froté con fuerza, una y otra vez. La espuma iba bajando por toda mi piel y me daba cosquillas. Y así, sintiendo un cosquilleo artificial, me acordé del por qué estaba madrugando. Tenía que ir por ella al aeropuerto. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Iba a llegar a las 6 de la mañana al aeropuerto de León, procedente de Tijuana. Tuvo alguna especie de congreso o cátedra o exposición o curso en San Diego y le había prometido con todo el cariño de un amante que yo mismo la recogería de forma puntual y la recibiría con un beso reconfortante y exhaustivo. Pero ahorita estaba a poco más de una hora de distancia de aquel acontecimiento, y además, estaba mojado y desnudo. Aún así, no necesité más motivación que el recuerdo de sus labios para poder sacudirme la pereza y vestirme en 15 segundos. Camisa y pantalón de vestir, justo como a ella le gusta.
A un vaso de jugo y unas galletas de chocolate las condecoré como desayuno. Le di de comer al perro, quien seguramente se preguntó la razón de mi tempranera actividad, y salí a prender el coche. La calle estaba muerta, las luces iluminaban el vacío, los árboles susurraban en un idioma que me resultaba un tanto ajeno y se percibía el apresurado movimiento de algunas bestias nocturnas. Gatos hambrientos, perros escapistas, ratones perseguidos, ¿fantasmas, tal vez? Había una densa neblina, aunque yo creo que más bien era un reflejo de mi mente. Me armé con buena variedad de música para el camino, alguna que me mantuviera despierto en la autopista. No me gusta mucho manejar, y menos de madrugada, pero bueno, una promesa al amor de mi vida no es algo que deba tomarse tan a la ligera, ¿o si? Total, en cuanto la tuviera entre mis brazos, todo cansancio, todo desvelo, toda molestia habría desaparecido.
Iba recorriendo las calles y me encontraba con situaciones bastante peculiares. Había un puesto de tacos, con unos cuantos clientes, quienes discutían sobre asuntos de cultura general. Pude ver desde lo lejos sus platos atiborrados de servilletas sucias, las botellas vacías de refresco acumuladas en las mesas y unas tímidas luces que luchaban vagamente por iluminar aunque fuera media cuadra. La mayoría de las calles estaban abandonadas. De entre las sombras salía uno que otro borracho aullador. En las esquinas esperaban pacientemente algunos chicos y chicas a que sus padres pasaran por ellos después de alguna fiesta en una de las discotecas del malecón. Pero para ser sincero, eran muy pocas las almas osadas que habitaban la calle a esa hora. Y yo me sentía verdaderamente fuera de lugar. Llegué a la gasolinera con el involuntario fin de interrumpir al empleado de la lectura de su libro vaquero. Me dijo dame las llaves, le dije aquí tienes, me dijo cuánto le pongo, le dije llena el tanque. El tanque se llenó, las manos del empleado también, pero de billetes. Con la billetera vacía, me lancé al interior de la boca del lobo, o mejor dicho, a la oscuridad de la carretera. El trayecto hasta la autopista habría resultado más divertido de no ser por el hecho de que no había más autos en el camino. Yo creo que así debieron sentirse los caballeros de los cuentos de hadas, cuando les tocaba recorrer a caballo los bosques más tenebrosos, los pantanos más asquerosos y los parajes más desoladores. Pero que va, a mí me faltaba muchísimo para poder compararme con esos respetables galanes. Yo simplemente iba a cumplir mi promesa. La promesa que le hice al amor de mi vida.
Casi me perdía al estar buscando la entrada a la autopista. Bueno, qué se puede esperar de un tipo somnoliento conduciendo a las 5 de la mañana en medio de un paisaje completamente oscurecido. Ahí estaba, después de una dosis de retornos, el letrero bendito: autopista León-Aguascalientes. Me metí a la autopista y me adentré por completo en un camino gobernado casi enteramente por camioneros arrebatados. No sabes qué pánico me provocaba el hecho de que mi auto estuviese en medio de dos camiones a gran velocidad. Como que sentía que en cualquier momento me iban a apachurrar como acordeón. Una sensación terrible, si me lo preguntas. Pasé junto a la famosa Mesa Redonda y su negrura me pareció imponente. Casi me arrepentía de lo que estaba haciendo, pero en cuanto comenzaba a sentirme un poco mal, inmediatamente recordaba el rostro angelical de mi amada y se me olvidaban todos mis miedos. En este punto debes estar pensando que soy irremediablemente cursi, y sí, quizás tengas algo de razón. Pero ya tenía un mes sin verla, y en estos casos, un mes es como una eternidad y media.
Seguí manejando. De repente, entre la oscuridad del paisaje que me rodeaba, aparecían algunas luces esparcidas entre el horizonte. Conforme fui acercándome al municipio de León, las luces se fueron agrupando, formando así unos enormes monstruos luminosos, que parecían observarme con curiosidad. Llegué a la caseta, le di un billete de 100 pesos a la señorita y ésta me devolvió mis 8 pesos de cambio. Y digo ésta no por ser despectivo, sino simplemente por decirlo. Lentamente el camino me introdujo a un sitio extraño. Las nubes en el cielo, todas llenas de agua, reflejaban el color naranja de las luces de la ciudad. Era un espectáculo bellísimo. A los lados, había fábricas, empresas, edificios grandes, de figuras curiosas, iluminadas, dignas de ser observadas con detenimiento, cosa que no podía hacer porque, carajo, habría chocado. Y no quería imaginarme a mi princesa, esperándome en el aeropuerto, sola, cansada, llorosa…
De alguna manera me salí de la carretera y entré a ese confuso trayecto que va de León a Silao. Existe un punto en el cual no sabes si estás entrando o saliendo de Silao, o si estás apenas metiéndote a León. Lo que estaba buscando era un letrero que me indicara, piadosamente, el lugar donde se encontraba la salida al aeropuerto. Me tocó ver una cantidad pasmosa de hostales, hoteles y moteles, todos con sus respectivas luces de neón color morado sensual. Y lo sensual del morado me recordó, de forma inevitable, a mi hermosa mujer, que sin duda ya estaba esperándome en algún lugar de la zona de llegadas del aeropuerto. Me la imaginé allí, de pie junto a su maleta, esperándome con los brazos abiertos. Por ir pensando estas cosas casi se me olvidaba que tenía que tomar la salida al aeropuerto, pero alcancé a reaccionar a tiempo. Al entrar a las inmediaciones del aeropuerto, noté que había mucha actividad en él. Coches entrando, coches saliendo, gente baja, camina, entra, sale, se mueve, carga, recorre, usa, arrastra, tose, fuma, habla por teléfono, toma fotos, llora, siente, gasta, espera, desespera…
Estacioné mi coche en un lugar alejado y caminé hacia el interior del aeropuerto. En el camino, escuché a una joven familia mientras platicaban sobre las experiencias que vivieron en Tijuana, lo que me hizo pensar que mi querida ya estaría allí dentro, esperándome. Me di un chapuzón en el mar de gente que proliferaba en el interior del aeropuerto y como pude me trasladé hasta la zona de llegadas. Ahí fue cuando la vi desde lejos, ataviada con un vestido rosa escotado que le llegaba a la rodilla. Se apoyaba en su maleta de rueditas mientras observaba el panorama, probablemente buscándome a mí. Rodee para poder sorprenderla, me acerqué sigilosamente y le puse las manos en los ojos, besándole el cuello y lanzando un suspiro detrás de sus orejas. Volteó hacia mí y me alegró la existencia con una sincera sonrisa y la exclamación de mi nombre, seguido de un meloso “mi amor” y una docena de besos. La abracé, casi se me deshace entre los brazos, me mojó la camisa con sus lágrimas. Ella no es una mujer muy sentimental, pero tampoco tolera la ausencia, la distancia, la soledad del corazón. Tenía ganas de acabármela con caricias en ese preciso momento, pero había demasiada gente. Me dijo vámonos a casa, le dije la casa te espera, me dijo como está la cama, le dije fría, ya te necesita.
Íbamos tomados de la mano en el trayecto al coche, ella llevaba su maleta, yo la llevaba a ella. Hacía un poco de frío en el ambiente, así que me adelanté y corrí por alguna chaqueta. En cuanto se la puse, su piel dejó de erizarse. Nos subimos al auto y antes de dejarme siquiera encenderlo, me atacó a besos. Se veía hermosa con ese vestido, y se lo hice saber mientras nos desgarrábamos los labios. Ella me dijo, con la voz sensual que la caracteriza:
-Camisa y pantalón de vestir, tal como me gusta que me gustes.
El coche arrancó y de milagro no nos perdimos. Ella me platicaba de sus aventuras en territorio Estadounidense, me contó del congreso, me contó de su trabajo, me contó de lo realizada que se había sentido, pero también de lo mucho que le hice falta. Me dio gusto escuchar que esta necesidad que yo siento también la tortura a ella. Lo que más me emocionaba era sentir la calidez de su espíritu, la candidez de sus movimientos, el carisma de sus palabras, la delicadeza de sus manos y la profundidad de su mirada. Poco a poco y sin darnos cuenta, entramos a la ciudad de León.
-¡Ay, no me digas que me vas a regalar unos zapatos nuevos corazón!- exclamó con emoción
-Es bien temprano todavía, no hay ninguna tienda abierta a esta hora, preciosa- le dije, con tono de ternura.
-¿Entonces porque venimos a León?
-Es que ya se me pasó un retorno- le dije apenado.
Se echó a reír. Aunque se reía de mí y de mis distracciones, me enamoré de su carcajada. No me quedó más que echar una risita nerviosa y buscar la manera de regresar a la autopista. Una vez ahí, pasamos por donde el cielo se teñía del color naranja de las luces de la ciudad, y allí le refrendé mi amor. Le dije lo mucho que la amaba y todo lo que había sufrido por tenerla lejos. Le describí la soledad de la casa, la quietud de los atardeceres, la frialdad de la recámara, la monotonía de la bañera. Me miró con ternura y me acarició el rostro, llevándose entre los dedos unas cuantas lágrimas que se habían escapado de mis párpados. Pasamos por la caseta, entre los cerros, debajo de los puentes y junto a la Mesa Redonda. Estaba rodeada de una densa neblina, que ya el sol, que apenas se asomaba por el horizonte, se encargaría de deshacer. Así, a contraluz, me sentía deseoso de llevármela lejos. Y es que la lejanía, el tiempo y la distancia te hacen pensar cosas absurdas. Puedes también reflexionar decisiones concretas, como aquella que me plantó dentro de la joyería y… Conforme nos fuimos acercando a la ciudad, notamos cómo ésta iba levantándose lentamente de su letargo nocturno. Los establecimientos abrían sus puertas, los repartidores de periódico bostezaban en el crucero, los oficiales de tránsito ocupaban sus posiciones, las vendedoras de jugo preparaban su materia prima.
Estacionamos el coche, bajamos sus cosas, nos dimos otro beso antes de entrar, abrimos la puerta y la recibió el perro. Los perros, siempre tan fieles, siempre tan optimistas. Subimos rápidamente a la recámara, cerramos la puerta, nos metimos al interior de las sábanas, tan entusiasmados como un par de niños en pleno juego. Otra vez me asaltó con sus besos y me ablandó el corazón con sus palabras.
-Me encanta que mi amor haya cumplido su promesa…- me dijo entre labios.
La miré detenidamente, le sonreí y la volví a besar, atrapando sus manos con las mías. Luego, me hizo saber que tenía hambre (en los aviones ya casi no dan nada de comer) y, con la mirada, me hizo entender que me estaba implorando por que le hiciera el desayuno. Pero es que yo no sé hacer desayunos…
Como pude, preparé unos huevos con tocino y un vaso de jugo de naranja. Tomé una flor del jardín y la puse en un vaso con agua y todo esto lo acomodé en una mesita hecha exclusivamente para comer en la cama. Puse también una cajita de terciopelo azul, cuyo contenido había comprado durante la ausencia de mi musa. Le llevé el desayuno a la cama, me sonrió con cariño y se dispuso a degustar mis supuestas creaciones culinarias. Al parecer, su desayuno le gustó. Luego, abrió la cajita…
-¿Y este anillo?- preguntó emocionada, con los ojos rasos.
A un vaso de jugo y unas galletas de chocolate las condecoré como desayuno. Le di de comer al perro, quien seguramente se preguntó la razón de mi tempranera actividad, y salí a prender el coche. La calle estaba muerta, las luces iluminaban el vacío, los árboles susurraban en un idioma que me resultaba un tanto ajeno y se percibía el apresurado movimiento de algunas bestias nocturnas. Gatos hambrientos, perros escapistas, ratones perseguidos, ¿fantasmas, tal vez? Había una densa neblina, aunque yo creo que más bien era un reflejo de mi mente. Me armé con buena variedad de música para el camino, alguna que me mantuviera despierto en la autopista. No me gusta mucho manejar, y menos de madrugada, pero bueno, una promesa al amor de mi vida no es algo que deba tomarse tan a la ligera, ¿o si? Total, en cuanto la tuviera entre mis brazos, todo cansancio, todo desvelo, toda molestia habría desaparecido.
Iba recorriendo las calles y me encontraba con situaciones bastante peculiares. Había un puesto de tacos, con unos cuantos clientes, quienes discutían sobre asuntos de cultura general. Pude ver desde lo lejos sus platos atiborrados de servilletas sucias, las botellas vacías de refresco acumuladas en las mesas y unas tímidas luces que luchaban vagamente por iluminar aunque fuera media cuadra. La mayoría de las calles estaban abandonadas. De entre las sombras salía uno que otro borracho aullador. En las esquinas esperaban pacientemente algunos chicos y chicas a que sus padres pasaran por ellos después de alguna fiesta en una de las discotecas del malecón. Pero para ser sincero, eran muy pocas las almas osadas que habitaban la calle a esa hora. Y yo me sentía verdaderamente fuera de lugar. Llegué a la gasolinera con el involuntario fin de interrumpir al empleado de la lectura de su libro vaquero. Me dijo dame las llaves, le dije aquí tienes, me dijo cuánto le pongo, le dije llena el tanque. El tanque se llenó, las manos del empleado también, pero de billetes. Con la billetera vacía, me lancé al interior de la boca del lobo, o mejor dicho, a la oscuridad de la carretera. El trayecto hasta la autopista habría resultado más divertido de no ser por el hecho de que no había más autos en el camino. Yo creo que así debieron sentirse los caballeros de los cuentos de hadas, cuando les tocaba recorrer a caballo los bosques más tenebrosos, los pantanos más asquerosos y los parajes más desoladores. Pero que va, a mí me faltaba muchísimo para poder compararme con esos respetables galanes. Yo simplemente iba a cumplir mi promesa. La promesa que le hice al amor de mi vida.
Casi me perdía al estar buscando la entrada a la autopista. Bueno, qué se puede esperar de un tipo somnoliento conduciendo a las 5 de la mañana en medio de un paisaje completamente oscurecido. Ahí estaba, después de una dosis de retornos, el letrero bendito: autopista León-Aguascalientes. Me metí a la autopista y me adentré por completo en un camino gobernado casi enteramente por camioneros arrebatados. No sabes qué pánico me provocaba el hecho de que mi auto estuviese en medio de dos camiones a gran velocidad. Como que sentía que en cualquier momento me iban a apachurrar como acordeón. Una sensación terrible, si me lo preguntas. Pasé junto a la famosa Mesa Redonda y su negrura me pareció imponente. Casi me arrepentía de lo que estaba haciendo, pero en cuanto comenzaba a sentirme un poco mal, inmediatamente recordaba el rostro angelical de mi amada y se me olvidaban todos mis miedos. En este punto debes estar pensando que soy irremediablemente cursi, y sí, quizás tengas algo de razón. Pero ya tenía un mes sin verla, y en estos casos, un mes es como una eternidad y media.
Seguí manejando. De repente, entre la oscuridad del paisaje que me rodeaba, aparecían algunas luces esparcidas entre el horizonte. Conforme fui acercándome al municipio de León, las luces se fueron agrupando, formando así unos enormes monstruos luminosos, que parecían observarme con curiosidad. Llegué a la caseta, le di un billete de 100 pesos a la señorita y ésta me devolvió mis 8 pesos de cambio. Y digo ésta no por ser despectivo, sino simplemente por decirlo. Lentamente el camino me introdujo a un sitio extraño. Las nubes en el cielo, todas llenas de agua, reflejaban el color naranja de las luces de la ciudad. Era un espectáculo bellísimo. A los lados, había fábricas, empresas, edificios grandes, de figuras curiosas, iluminadas, dignas de ser observadas con detenimiento, cosa que no podía hacer porque, carajo, habría chocado. Y no quería imaginarme a mi princesa, esperándome en el aeropuerto, sola, cansada, llorosa…
De alguna manera me salí de la carretera y entré a ese confuso trayecto que va de León a Silao. Existe un punto en el cual no sabes si estás entrando o saliendo de Silao, o si estás apenas metiéndote a León. Lo que estaba buscando era un letrero que me indicara, piadosamente, el lugar donde se encontraba la salida al aeropuerto. Me tocó ver una cantidad pasmosa de hostales, hoteles y moteles, todos con sus respectivas luces de neón color morado sensual. Y lo sensual del morado me recordó, de forma inevitable, a mi hermosa mujer, que sin duda ya estaba esperándome en algún lugar de la zona de llegadas del aeropuerto. Me la imaginé allí, de pie junto a su maleta, esperándome con los brazos abiertos. Por ir pensando estas cosas casi se me olvidaba que tenía que tomar la salida al aeropuerto, pero alcancé a reaccionar a tiempo. Al entrar a las inmediaciones del aeropuerto, noté que había mucha actividad en él. Coches entrando, coches saliendo, gente baja, camina, entra, sale, se mueve, carga, recorre, usa, arrastra, tose, fuma, habla por teléfono, toma fotos, llora, siente, gasta, espera, desespera…
Estacioné mi coche en un lugar alejado y caminé hacia el interior del aeropuerto. En el camino, escuché a una joven familia mientras platicaban sobre las experiencias que vivieron en Tijuana, lo que me hizo pensar que mi querida ya estaría allí dentro, esperándome. Me di un chapuzón en el mar de gente que proliferaba en el interior del aeropuerto y como pude me trasladé hasta la zona de llegadas. Ahí fue cuando la vi desde lejos, ataviada con un vestido rosa escotado que le llegaba a la rodilla. Se apoyaba en su maleta de rueditas mientras observaba el panorama, probablemente buscándome a mí. Rodee para poder sorprenderla, me acerqué sigilosamente y le puse las manos en los ojos, besándole el cuello y lanzando un suspiro detrás de sus orejas. Volteó hacia mí y me alegró la existencia con una sincera sonrisa y la exclamación de mi nombre, seguido de un meloso “mi amor” y una docena de besos. La abracé, casi se me deshace entre los brazos, me mojó la camisa con sus lágrimas. Ella no es una mujer muy sentimental, pero tampoco tolera la ausencia, la distancia, la soledad del corazón. Tenía ganas de acabármela con caricias en ese preciso momento, pero había demasiada gente. Me dijo vámonos a casa, le dije la casa te espera, me dijo como está la cama, le dije fría, ya te necesita.
Íbamos tomados de la mano en el trayecto al coche, ella llevaba su maleta, yo la llevaba a ella. Hacía un poco de frío en el ambiente, así que me adelanté y corrí por alguna chaqueta. En cuanto se la puse, su piel dejó de erizarse. Nos subimos al auto y antes de dejarme siquiera encenderlo, me atacó a besos. Se veía hermosa con ese vestido, y se lo hice saber mientras nos desgarrábamos los labios. Ella me dijo, con la voz sensual que la caracteriza:
-Camisa y pantalón de vestir, tal como me gusta que me gustes.
El coche arrancó y de milagro no nos perdimos. Ella me platicaba de sus aventuras en territorio Estadounidense, me contó del congreso, me contó de su trabajo, me contó de lo realizada que se había sentido, pero también de lo mucho que le hice falta. Me dio gusto escuchar que esta necesidad que yo siento también la tortura a ella. Lo que más me emocionaba era sentir la calidez de su espíritu, la candidez de sus movimientos, el carisma de sus palabras, la delicadeza de sus manos y la profundidad de su mirada. Poco a poco y sin darnos cuenta, entramos a la ciudad de León.
-¡Ay, no me digas que me vas a regalar unos zapatos nuevos corazón!- exclamó con emoción
-Es bien temprano todavía, no hay ninguna tienda abierta a esta hora, preciosa- le dije, con tono de ternura.
-¿Entonces porque venimos a León?
-Es que ya se me pasó un retorno- le dije apenado.
Se echó a reír. Aunque se reía de mí y de mis distracciones, me enamoré de su carcajada. No me quedó más que echar una risita nerviosa y buscar la manera de regresar a la autopista. Una vez ahí, pasamos por donde el cielo se teñía del color naranja de las luces de la ciudad, y allí le refrendé mi amor. Le dije lo mucho que la amaba y todo lo que había sufrido por tenerla lejos. Le describí la soledad de la casa, la quietud de los atardeceres, la frialdad de la recámara, la monotonía de la bañera. Me miró con ternura y me acarició el rostro, llevándose entre los dedos unas cuantas lágrimas que se habían escapado de mis párpados. Pasamos por la caseta, entre los cerros, debajo de los puentes y junto a la Mesa Redonda. Estaba rodeada de una densa neblina, que ya el sol, que apenas se asomaba por el horizonte, se encargaría de deshacer. Así, a contraluz, me sentía deseoso de llevármela lejos. Y es que la lejanía, el tiempo y la distancia te hacen pensar cosas absurdas. Puedes también reflexionar decisiones concretas, como aquella que me plantó dentro de la joyería y… Conforme nos fuimos acercando a la ciudad, notamos cómo ésta iba levantándose lentamente de su letargo nocturno. Los establecimientos abrían sus puertas, los repartidores de periódico bostezaban en el crucero, los oficiales de tránsito ocupaban sus posiciones, las vendedoras de jugo preparaban su materia prima.
Estacionamos el coche, bajamos sus cosas, nos dimos otro beso antes de entrar, abrimos la puerta y la recibió el perro. Los perros, siempre tan fieles, siempre tan optimistas. Subimos rápidamente a la recámara, cerramos la puerta, nos metimos al interior de las sábanas, tan entusiasmados como un par de niños en pleno juego. Otra vez me asaltó con sus besos y me ablandó el corazón con sus palabras.
-Me encanta que mi amor haya cumplido su promesa…- me dijo entre labios.
La miré detenidamente, le sonreí y la volví a besar, atrapando sus manos con las mías. Luego, me hizo saber que tenía hambre (en los aviones ya casi no dan nada de comer) y, con la mirada, me hizo entender que me estaba implorando por que le hiciera el desayuno. Pero es que yo no sé hacer desayunos…
Como pude, preparé unos huevos con tocino y un vaso de jugo de naranja. Tomé una flor del jardín y la puse en un vaso con agua y todo esto lo acomodé en una mesita hecha exclusivamente para comer en la cama. Puse también una cajita de terciopelo azul, cuyo contenido había comprado durante la ausencia de mi musa. Le llevé el desayuno a la cama, me sonrió con cariño y se dispuso a degustar mis supuestas creaciones culinarias. Al parecer, su desayuno le gustó. Luego, abrió la cajita…
-¿Y este anillo?- preguntó emocionada, con los ojos rasos.
jueves, 3 de septiembre de 2009
Tú y tu vestido
Sigue buscando, sigue buscando, porque no te has fijado en mí y por eso no sabes que yo estoy escondiendo lo que buscas, si no es que soy yo lo que estás buscando...
Ingenua, desde que te ví entrar a mi territorio, ese departamento donde no hay otra cosa más que vestidos de noche para damas elegantes (como tú), sabía que te perderías. Y no quisiera que me preguntaras por qué me engendré esa suposición, porque no te sabría responder. Pero desde que te ví me pareciste simpática, despertaste algo como, no sé, ¿curiosidad? Entraste del estacionamiento y tu vestido gris parecía brillar, y combinaba de forma increíble con tus zapatos negros de tiras. Tus lentes oscuros me llamaron la atención, o creo que más bien fue tu melena. Soy adicto a las melenas, ¿lo sabías? La tuya en especial como que me hipnotizó. Quien sabe. Yo estaba atendiendo a una cuarentona insoportable que quería una devolución y era incapaz de entender la frase "después de 30 días no hay devoluciones". Ella insistía, hasta quería traer al gerente, pero lo que ella no sabía es que fue el gerente mismo el que instauró, inauguró y avaló esa frase desde el primer momento. No creo que se pudiera hacerle excepción alguna a una cuarentona histérica. A lo mejor por eso no me pusiste atención, o tal vez lo que sucede es que no eres de esas mujeres que le prestan su atención a cualquiera.
No soy tímido, mi trabajo no me lo permite, pero tampoco soy una bestia buscando clientas. Además todavía me quedabas bien lejos, tendría que haberme metido a un departamento que no es de mi territorio y me habría tenido que enfrentar a mis compañeras chupasangre. Si quería acercarme a tí, la única forma de hacerlo era conducirte a mí de alguna forma ingeniosa. Para eso me alié con una de mis compañeras y la envié hacia tí, con la misión de averiguar el objeto de tu deseo, la razón que te tenía inmersa en esos pasillos. Una vez que mi compañera tuviera la información, te distraería y correría hacia mí para decirme de qué se trataba, qué es lo que estás buscando. Luego, allí me movería hasta donde estuviera dicho objeto, y me vería en la deliciosa oportunidad de atenderte personalmente. ¿Por qué deliciosa oportunidad? Porque me llamaste la atención, y a la atención no la calmas con cualquier distracción.
Tu seguías buscando y buscando por tu propia cuenta. Me lo imaginaba, no le ibas a pedir ayuda a cualquiera. Pero en eso se te acercó mi cómplice y te sacó el dato: buscabas un vestido beige. Mi cómplice me enorgulleció. Si uno no puede hacer el trabajo, hay que llevarse bien con quien sí sabe. Luego cumplió con la otra parte del plan: te mandó con otra empleada a buscar vestidos beiges en el lugar equivocado. Según mis cálculos, eso le daría a mi cómplice unos 60 valiosos segundos, durante los cuales vendría a darme toda la información. Bueno, eso fue precisamente lo que sucedió. Me dirigí hacia los vestidos beiges de mi departamento y me puse a resguardarlos, no sin antes recordarle a mi cómplice la siguiente parte del plan, que consistía básicamente en enviarte hacia los únicos vestidos beiges de todo el departamento. Los cuales, repito, estaban detrás de mí, bien guardaditos, esperándote.
Mi cómplice salió a buscarte y yo ya estaba expectante. Estaba a punto de conocer a la clienta más interesante en meses y cada segundo que pasaba me desesperaba más y más. Incluso puedo decir que ignoré a un par de clientas sólo por estar atento a mi espera. Si el gerente se llegara a enterar, me mataría. Pero el gerente no tiene por qué leer esto. Es como si cada cliente perdido le doliera en el páncreas. Y no sabes, cuando al gerente "le duele el páncreas" a todos los empleados nos ve cara de desahogo, pero no de ese que se sale con las lágrimas, sino de ese que se sale con blasfemias.
Cuando me dí cuenta, ya te tenía frente a mí. ¿Una palabra? Encantadora. Algo debí provocar en tí, porque te quitaste los lentes, parpadeaste y preguntaste humildemente por algun vestido beige. Me imagino que ya estabas realmente fastidiada por tanto buscar. O quien sabe, con eso de que a las mujeres les fascina andar de mostrador en mostrador...
Ahí fue cuando salió a flote mi elocuencia y mis ganas de, no sé, ¿llamar más tu atención, quizás? Me pediste todos los modelos distintos y al final te convenció un vestido que siempre me gustó. Y digo "al final" porque tardamos media hora en escoger el indicado. Y digo "tardamos" porque ya existía confianza. Te reíste no sé cuantas veces, salías a modelar cada vestido y lo combinabas con una sonrisa coqueta. Con la misma coquetería con la que me sonreíste al despedirte...
Ya me imagino la cara que pusiste cuando descubriste esas manchas horrendas en tu vestido nuevo. ¿Crees que te llevaste el vestido defectuoso por error? No, yo soy un empleado que no sabe de errores. Yo te puse el vestido equivocado, porque las ganas de volver a atenderte eran demasiado fuertes como para soportarlas en silencio. Así ibas a volver por una devolución, y así me iba a asegurar de que esta vez te llevaras no sólo el vestido "bien hecho", sino también esta nota. Por eso escribí esto en mi tiempo libre, porque sabía que ibas a regresar y te iba a poder entregar esto personalmente. Ahorita ya debes tener el vestido indicado, sin defectos, sin manchas...
Quiero invitarte a cenar, y quiero que te lleves puesto ese vestido. No tardamos media hora en escogerlo para nada, ¿ok?
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