jueves, 22 de diciembre de 2011

Heme aquí avejentado, necio, adormilado...


Heme aquí avejentado,
necio, adormilado,
con una enfermedad imaginaria.
Aquí cohabita la hipocondría
y se revela todo sin descaro.

Heme aquí sucio,
camino de dos en dos, me multiplico;
mi sueño era dividirme, hacerme polvo
y caer al interior de los relojes
y aparecer en ventanas y llenar
las ventanas de mis ojos hechos tierra
y al llorar hacerme lodo y llenar de lodo
los suelos de un inquieto mar.

Heme aquí sin sensaciones,
acomodando el amor en crucigramas.
Sospecho en tantos años de vigilia;
sospecho en el entierro y la palabra.

Heme aquí de mil maneras pero siempre el mismo,
heme aquí en cientos de miles de millones,
en doscientos pares de ventanas abiertas
y luego cerradas porque hay polvo
en el semidesierto del invierno en que camino.

Heme aquí con corazón dormido y pupilas
hechas cal en comprimidos.
Heme aquí que me los tomo y parpadeo.
Heme aquí que sueño en color tinto y abstinencia.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El perdón



*
Tenía siete años. Un sábado por la mañana, la abuela me despertó y dijo que me arreglara porque iríamos a un templo que yo no conocía. Refunfuñé. Salimos. La gran ciudad despertaba poco a poco.

*
Caminamos por una arboleda, a través de un parque, frente a una olorosa carnicería, y llegamos al templo. En ese momento me pareció impresionante. Enormes muros de piedra y un atrio inmenso. Entramos.

*
El lugar estaba casi solo. Una anciana, de rodillas, musitaba cosas que no pude escuchar con claridad. Mi abuela me llevaba de la mano. Nos dirigíamos al altar, caminando por en medio de las bancas. Percibí que la anciana no era la única que murmuraba, pero no pude ver a los demás.

*
—Mira —me dijo mi abuela, señalándome al Cristo ensangrentado del altar—, él es Jesús. Hace mucho tiempo, Jesús vino al mundo a traer amor. Luego, unos hombres malos lo pusieron ahí, en esa cruz.
            Había hilos de sangre en las piernas de Cristo. Sus ojos me miraban fijamente.
            —Murió por nosotros, por nuestros pecados.
            Tosí.
            —Él te ama a ti, a mí, nos ama a todos.

*
Le pedí a mi abuela que me llevara a ese templo cada domingo. Me molestaba que el lugar se llenara de gente. Pero de cualquier forma lograba concentrarme en Cristo. En la sangre de Cristo. En sus ojos que querían decírmelo todo pero que no hacían ruido. La abuela me tomaba de la mano cada vez con más fuerza.

*
Mi abuela solía decirme que Jesús perdonaba con besos. Me preguntaba qué querían decir sus palabras.
            —Si Jesús hubiera podido, habría besado a los que lo pusieron en esa cruz —me comentaba, mientras tejía uno de tantos suéteres de estambre.
            Por las noches, antes de dormir, imaginaba quiénes serían los modernos enemigos de Jesús. Y siempre terminaba pensando en mí. Me veía culpable de algo que no llegaba a comprender.

*
Una tarde, en plena pubertad, me masturbé por primera vez. Al terminar, confundido aún, cerré los ojos e imaginé a Cristo. Limpié lo que había hecho, todavía con sorpresa, y me dije: si Jesús regresara a la tierra, ¿qué pensaría al ver tantas imágenes de sí mismo por todas partes, ensangrentado, masacrado y lleno de dolor?
            Esa noche no pude dormir bien.

*
A veces creía ver a Jesús afuera, en la calle, esperando el autobús en la parada más solitaria de la avenida. Me restregaba los ojos y Cristo desaparecía.

*
Seguí creciendo. Dejé de ir a misa, pero de cualquier manera frecuentaba aquel templo sólo para mirar a Jesús, el hijo de Dios. En los días más tristes lograba escapar de mis deberes para contemplar los clavos que lo sujetaban a la cruz. En su mirada encontraba condensado un caudal de sufrimiento. Me hacía sentir, no sé porqué, más tranquilo.
Tenía veintiún años cuando murió mi abuela.

*
La habían asaltado. Un fulano siguió sus pasos una noche. No sé qué hacía mi abuela, sola, caminando por la calle a esa hora. El sujeto vio la delgada cadena que colgaba del cuello de mi abuela. La alcanzó; se la arrancó sin trabajos. La sorpresa le causó a mi abuela un infarto fulminante. Y se quedó ahí, inmóvil, en la fría acera.

*
Un amigo de mi infancia acudió al velorio y, al abrazarme, me dijo:
            —Dios sabe porqué hace las cosas.
            No pude evitar sentir que aquello era una estupidez.
            —Un Dios de verdad no haría estas cosas —repliqué.
            Mi amigo me miró con ternura.
            —Ahora estás enojado. Pero te repito: Dios sabe porqué hace las cosas.
            Busqué desesperadamente un vaso de café.

*
—¿Por qué tu padre es así? —le pregunté al Cristo ensangrentado cuando me animé a visitarlo semanas más tarde, venciendo el miedo y la nostalgia que me traía el lugar.
            Se lo pregunté de nuevo en silencio una y otra vez. Lloré. Estaba solo en el templo.
            Sonaban los murmullos. Permanecí ahí horas y horas, sentado, contemplando los haces de luz que entraban por los vitrales.

*
En cierto momento me quedé dormido. Un viejo me despertó tocándome el hombro.
            —Mira —me dijo, señalando el altar, que no estaba muy lejos de nosotros.
            Cristo había bajado de la cruz. No había más sangre en su piel.
            A su lado, una mujer lo tomaba de las manos. Cristo la besó.
            Cuando se separaron, descubrí que la mujer era mi abuela. Me miró un instante, apenas un par de segundos. En sus ojos vi todo el amor del mundo.

*
Parpadeé. Me encontré solo una vez más. No pude pedir más explicaciones, Jesús permanecía clavado en el altar y no me atreví a darle la espalda al salir. No quedaron rastros del viejo; sólo ecos. Hacía frío en el exterior. Se me erizó la piel.

*
Al caminar por la arboleda pensé en la boca de Jesús. A veces me pregunto si habrá rastros de mi abuela en los labios de aquel Cristo sanguinolento. Al besar a alguien tiemblo unos instantes. ¿Qué tal si al abrir los ojos me encuentro a Jesús, perdonándomelo todo?

martes, 6 de diciembre de 2011

Explicaciones


Una tarde, durante la clase, Verónica nos dio la noticia de que el bebé que esperaba era un cerdo. Llevaba en su útero un lechón. Nos lo dijo sin una emoción específica. Tenia una sonrisa en el rostro, pero ese gesto no nos comunicaba nada.
Yo había empezado a calificar los exámenes que me iban entregando. Le di un sorbo al café. Algunos de mis alumnos se habían acercado a Verónica y pedían explicaciones.
Verónica no sabía qué debía decirles. Se limitó a repetir lo que le había dicho el médico. “Verónica, no sé cómo decirle esto, pero está usted esperando un cerdo”. Varias chicas no pudieron soportar la idea; me entregaron el examen y salieron apresuradas del salón de clase.
Aunque Verónica ya había entregado su examen, me preguntó si podía darle algunas asesorías para el trabajo final al terminar la clase y por eso permanecía en el aula. Mi café se enfriaba.
Héctor se acercó a dejarme su examen. Sus movimientos eran torpes y le sudaban las manos. “¿Qué le sucede a Verónica?”, me preguntó, “ahora no sé si quiero ir a comer, eso fue muy desagradable”.
Le dije que no se molestara, que comprendiera a Verónica, que quizás las cosas iban un poquito mal para ella. Pero la señaló y dijo que no me lo podía creer, que Verónica estaba muy sonriente.
Y en efecto, miré a Verónica y sonreía, enseñando sus blanquísimos dientes. Ya no supe qué decirle a Héctor.
Pasaron unos quince o veinte minutos hasta que en el salón sólo quedamos Verónica, su amiga Edith y yo. Edith le preguntó si se podían ir ya. Era evidente que el examen le había destrozado los nervios. No se atrevía a mirarme.
Verónica le dijo que si podía esperarla un instante. Edith salió. Ya pasaban de las cinco. Encendí las luces del salón, que al oscurecerse había tomado una tonalidad verdosa y me hacía sentir como en medio de un bosque.
Le dí consejos a Verónica sobre la redacción de su ensayo. No estaba nada mal. Se veía que tenía idea de lo que quería decir y en general su trabajo estaba bien estructurado. Le brillaron los ojos cuando se lo dije.
Hice una serie de anotaciones con tinta azul. Traté de ser lo más claro posible. No sé porqué las condiciones del embarazo de Verónica me hicieron ser más considerado con ella. Mi café se terminó. Quedaron, en el fondo del vaso, unos granitos inalcanzables.
Le pregunté cómo se sentía. Me describió sus últimas citas con el médico, desde que se supo embarazada hasta la anterior. Según me comentó, en ningún momento había sentido que algo andaba mal.
—A lo mejor es porque es la primera vez que me embarazo —me dijo, y su voz sonó como la de una niña. Sentí un escalofrío.
Ya no tenía nada más qué decirle sobre su trabajo. Pudo irse en ese instante, pero la detuve.
—A ver, Vero… ¿cómo un cerdo?
Pareció no entender mi pregunta y no me respondió. Formulé otra.
—¿Qué opina el papá? ¿Ya lo sabe?
Cerró los ojos, diciendo “no sé quién es el papá”. Contemplé las comisuras de sus labios. Tomó sus cosas y caminó lentamente hacia la puerta del aula. Me rasqué la cabeza y la miré abrir la puerta. Edith quería irse cuanto antes.