viernes, 22 de julio de 2011

Abres la puerta








 Para D.

¿Puedes imaginarme sentado en una habitación casi vacía? Las paredes son blancas. No hay polvo. Hay una ventana y una puerta. Por la ventana entra la luz del sol de las tres de la tarde, hora en que algunas imágenes escapan de las siestas ajenas. Afuera, un jardín presume sus flores. Luego, puedes elegir entre el mar o un enorme muro de piedra lleno de enredaderas. Si escoges el mar, decóralo con un grupo de ballenas o algún otro mamífero impresionante. Si te decantas por el muro, probablemente lo llenarás de hojas que caen y que contrastan con las flores del jardín, como en otoño. O puede que elijas, ¿por qué no?, un abismo, o el fin del mundo, o cualquier otra cosa. Lo importante es la habitación. 

Ahora bien. Como te dije, yo estoy sentado ahí. Tengo un libro. En realidad es un cuaderno en blanco, pero parece un libro. El color de las hojas es amarillento y da la impresión de ser viejo. Entre las páginas hay algunas manchas como de agua. Pueden ser lágrimas o huellas de insectos aplastados. En una de las esquinas de la habitación hay un bolígrafo de tinta azul. Las noches son oscurísimas. Imagina un baile de sombras en invierno, con la luz de luna. Imagina que de pronto la luna hace gestos. 

Yo estoy sumido en un trance. Una fuerza que no conozco me está haciendo soñar. La llamaremos destino o suerte. Las imágenes que veo son nítidas. También escucho cosas como si las tuviera enfrente de mí. La verdad es que las llevo adentro, y esa fuerza no me las muestra, sino que simplemente me hace recordarlas. 
Veo: un armario, una comida, una habitación amarilla, una larga mesa, el túnel de luces. Entonces, una a una, formas y figuras, detalles de un rostro que me es completamente ajeno, ojos azules, pelo negro, piel blanca. Eres tú, yo sé que eres tú, pero al mismo tiempo lo ignoro. Lo ignoraré por mucho tiempo.

Me encontraré en ese trance más o menos por un año. Quizás poco más de un año. Pasarán todas las estaciones. El jardín se transformará una y otra vez. Vendrán las bestias, el abandono, la brisa, los relámpagos. Cadáveres de animales decorarán la tierra y luego se irán. A veces el jardín se inundará, y otras veces se volverá polvo. Yo estoy soñando, sentado. Así, largamente. Con una lentitud plausible.

Y entonces abres la puerta.

Pero lo cierto es que, la primera vez que lo haces, apenas y te asomas. Esa primera vez no pudiste sacarme del trance. La segunda vez, sin embargo, entraste. Me di cuenta de todo esto porque lo estuve soñando. Soñaba lo que estaba sucediendo a mis espaldas. Hubiera sido más fácil abrir los ojos y verlo, sí. Pero no se podía. De cualquier forma, permaneciste de pie. Luego empezaste a curiosear por ahí. Aunque no había mucho qué ver, es cierto. Te gustó el blanco (lo deduje por tu expresión) y también la forma de la ventana. Observaste la ventana durante días. Luego, una noche, mientras caían las primeras gotas de lluvia, te decidiste a mirar el jardín.

Aunque llovía, estoy seguro de que no fue la lluvia lo que hizo que los pétalos de algunas flores se desprendieran y cayeran suavemente al agua. Esto también lo vi. Sentí una leve urgencia de abrir los ojos.

A las tres de la mañana, te acercaste a mí, tomaste el cuaderno y dibujaste algo en la portada. Círculos, cuadrados, líneas. Esta parte de la visión es borrosa. No usaste tinta ni una punta afilada, no, sólo tu dedo. Descubriste el bolígrafo, pero tu gesto me hizo comprender algunas cosas. Entre otras: que la magia sale de la epidermis y adopta formas caprichosas en todas partes; que las flores que caen al suelo, indefensas, brotan segundos después, más briosas y llenas de determinación y duda y tiempo; que las ballenas gustan de jugar con sus cuerpos, que se dan golpes de agua y gimotean cuando pierden; que a veces basta una luciérnaga que entre intempestiva en una habitación y en una carta.

Imagina que pones tu mirada en mis ojos, y que éstos, reaccionando como lo hicieron los pétalos, tratan de mirarte. Los párpados luchan por abrirse. Afuera amanece y un viento mueve las hojas del cuaderno. Si elegiste el mar, entonces el amanecer es impresionante, lo mismo que si escogiste un acantilado. Si te fuiste por el enorme muro de piedra, podrás escuchar el canto de algunos pájaros. Hay de todas clases. Uno de ellos, pequeño, con el pecho lleno de plumas rojizas, se para en la cornisa de la ventana. Ve a través de tus ojos. Estás sorprendida.

Aún trato de abrir los ojos, o al menos es lo que imagino que hago. Y tú recibes una taza que un ave te trajo desde lejos. Es de porcelana. Parece barata, pero no te quedes con la primera impresión.

Imagina un chorro de café que baja del techo. Haz un esfuerzo: el café está justo como a ti te gusta. Sigo tratando de abrir los ojos. Algunas nubes se agrupan en el cielo y los lobos aúllan, desorientados. Hablábamos de magia. No soy ilusionista, pero me sé algunos trucos. Los he plasmado en el cuaderno (imagina que lo hice). Ahora lee.

Este es mi intento de magia.

martes, 19 de julio de 2011

Sábado


Era de noche. Richard y yo charlábamos en la banca de una plaza. Nuestra conversación giraba en torno a algunos temas que siempre tratamos cuando nos vemos. Incluso hicimos notar este punto y sólo atinamos a reír, sanamente incapaces de pensar otras cosas o fingir interés por otros temas.
De un momento a otro, empezamos a examinar nuestro entorno. Había un par de parejas que estaban a punto de fornicar, valiéndose de escondites bastante ingeniosos, pero de todas formas un tanto obvios. Mencioné que me habría gustado tener una videocámara. Richard estuvo de acuerdo.
Una de las parejas se dio cuenta de que la estábamos observando (la verdad fuimos bastante indiscretos) y cambiaron de postura. Ahora la chica estaba de frente a su galán, había cierta distancia entre ellos y su sonrisa era más grande, aunque se borraba a momentos.
La plaza no estaba muy bien iluminada que digamos. No estoy seguro de la ubicación exacta de las luces, pero había muchos sectores sumidos en la más densa oscuridad. Esto ayudaba a los novios, pero no a quienes tratábamos de observarlos.
Entendimos que el entrometimiento era aburrido. Pronto nos distrajo una melodía que provenía de algún edificio cercano. Durante un instante pensé que la música salía del órgano de la iglesia que teníamos enfrente. Entonces pensé en escribir un cuento sobre una anciana que practicaba con el órgano todas las noches, a partir de las diez.
Richard escuchó mi idea (ahora recuerdo que la pensé en voz alta) y dijo que era buena. Me decidí a escribirla en cuanto llegara a casa.
Nos fuimos a investigar de dónde salía la música y porqué, aunque al final nos conformamos con el “dónde”. Era en la Casa de la cultura. Parecía que habría una pasarela o algo similar. Estuve tentado a meterme para ver si había bocadillos. Quizás Richard pensó lo mismo, pero no lo hicimos.
Ya no teníamos dinero suficiente, así que caminamos unas cuantas cuadras y nos despedimos. Habíamos pasado cerca de un montón de mierda de caballo y duré un buen rato sin poder dejar de percibir el aroma. También había un evento en el teatro, una graduación infantil. Lo supe porque vi a unos cuantos padres de familia sosteniendo con orgullo algunos diplomas.
Eran casi las 10:20. Los últimos camiones de la noche estaban por pasar, si no es que ya lo habían hecho. La calle Constituyentes lucía desolada, como de pueblo fantasma. Un taxista se terminaba un cigarro, mientras miraba aburrido el aparador de una farmacia. Algunas personas corrían hacia el mercado. Eso fue una buena señal.
Cuando llegué, las personas que estaban ahí me estudiaron de forma minuciosa. Luego, una vez que pasé unos minutos esperando, pude unírmeles en su labor de escrutinio al prójimo. A lo lejos se veían los monstruos anaranjados, con sus decorativas luces amarillas al estilo de los carteles luminosos de Broadway.
De la nada se me acercó un anciano con gabardina y sombrero. Al principio me miró con timidez, como si quisiera reconocerme. Me dio mala espina, así que me alejé un poco. El viejo sonreía bastante.
El camión llegó. El hombre fue el primero en subirse, provocando el enojo de una señora. Por un instante fui incapaz de ver al señor; me senté en el primer asiento desocupado que vi, y el viejo se sentó a mi lado. Entonces me dijo:
—Conozco todo sobre tu vida.
Algunas personas alcanzaron a escuchar lo que el hombre me dijo. Él mismo se dio cuenta de que quizás habría sido más conveniente hablar en voz baja. Yo no supe qué pensar. Estaba concentrado en mis escalofríos.
Luego me dijo, moderando su tono de voz:
—Has hecho cosas muy estúpidas en tus 19 años.
Me atreví a mirarle la cara. Su nariz aguileña sobresalía de forma que, quizás en otras circunstancias, me habría matado de risa. Pero en ese instante me pareció macabra. Llevaba un espeso bigote blanco. Sus ojos eran muy pequeños y no me transmitían nada en absoluto.
Tomé una determinación (algo raro en mí, por cierto): decidí ponerlo a prueba. Si hacía alarde de saber muchas cosas de mi vida, entonces debía tener un punto flaco. Le pregunté la hora exacta en que nací, mis lugares favoritos, el color de mi cepillo dental, mi número favorito entre el 34 y el 723, etc. Respondió a todo con una exactitud pasmosa. Incluso recordó detalles que yo ya había olvidado.
El camión avanzaba con rapidez, a la vez que se balanceaba por el mal estado en el que se encuentra la calle 5 de Mayo. Pensé con desesperación algún acertijo, algún momento de mi vida que difícilmente alguien más podría conocer.
—Seguramente —comencé a decir—, no conoces el número exacto de ocasiones en que me he sentido mal del estómago.
El viejo palideció. Sus ojos se enrojecieron.
—No es justo… No es justo... Te enfermas mucho, ¡no es justo! —alcanzó a decir antes de desvanecerse.
Nadie notó esto porque en ese justo instante un niño inició un llanto estrepitoso. Me sentí aliviado. Segundos después, un dolorcillo se dejó sentir en mi abdomen. Era el proceso de digestión de los nachos que había devorado esa noche. ¡Otra a la cuenta, señor stalker!

viernes, 1 de julio de 2011

Vírgenes de sal


Lo había planteado de esta forma: Edson entra por la puerta principal. En la mesa del comedor están Roberta y su hija Tatiana, de apenas dos años de edad. Lo primero que Edson ve es el desorden; platos y contenedores por aquí y por allá. Roberta se muestra sorprendida. Se levanta y abre el refrigerador, buscando un frasco de jugo de mango. Tatiana está emocionada por Edson. Éste pregunta qué hora es. Roberta señala el reloj que está encima de la mesa. Son las tres y media de la tarde. Se escucha un ruido al fondo. Es agua, alguien se está bañando. Edson suda; Roberta ha terminado de servir jugo en un vasito entrenador y se lo da a Tatiana.
Entonces alguien dice lo siguiente:
—Hace calor, ¿no?
La voz proviene de afuera. Es Octavio y había estado siguiendo a Edson desde que éste salió del trabajo. Para Roberta, la presencia de Octavio es un hecho desagradable, pero finge frialdad. Tatiana está haciendo un desastre con el jugo: lo derrama y se lo arroja en el rostro. El jugo está frío y ella tiene calor. Quizás se enfermará. Edson dice:
—Estoy aquí por accidente y esto no debería estar pasando.
Roberta asiente. Octavio trata de sonreír, pero la declaración de Edson lo ha dejado frío. Los dos hombres se miran un instante y, sin decirse nada, se enfilan hacia la puerta por donde entraron. No obstante, Tatiana chilla: no quiere que se vayan.
La puerta del baño se abre. Se trata de Clint Eastwood. Mira a todas las personas del comedor con cierta extrañeza. Luego sonríe y dice algo que nadie escucha con atención. Se dirige a su habitación, se viste y se mentaliza: sabe que esa noche recibirá algunos premios, o cuando menos una docena de apretones de mano. Pero no le gusta.
Edson no sabe que la persona que salió del baño era Clint Eastwood. Se dirige con Tatiana y le acaricia una mejilla. Le dice:
—Bonita, no tiene caso que yo esté aquí.
Tatiana lo mira dolida. Sus ojos brillan. Ahora está llorando.
Finalmente salen Octavio y Edson. Roberta se siente aliviada y corre a buscar a Clint, pero descubre que es demasiado tarde. Clint ha salido por la puerta trasera y dejó el patio hecho un desastre. ¿Pero por qué, si sólo era cuestión de que trepara por el naranjo?
Un vendedor de paletas está recitando un poema. Roberta alcanza a escuchar unos cuantos versos. Tatiana solloza en silencio. Sorbe sus lágrimas. El poema.

Canto de pájaros que vuelan
Incólumes y sin descanso.
Ay, si mi madre me viera,
Ay, ¡si mi madre me viera!