martes, 30 de noviembre de 2010

Carta no. 19



Tengo ganas de dormir
un largo rato, de ver,
reflejados en mis
párpados cerrados,
los errores de una vida
ajena, una vida sin
todo lo que me
recuerda a mí.
Dormiré. Veré en
los ojos de una
anónima soñada,
mi cansancio por
el paso de un tiempo
que prometió ser
fugaz y que hoy
pasa a cuentagotas.
Veré en ella mis
sonrisas en desuso,
mis sonrisas de verdad.

(Anoche miré el cielo nocturno. Me reprochó mi altanería. Eres un pedante, me dijo, eres un pedante insoportable. Te has vuelto como todos. Ya no me respetas. Me miras sólo para tomarme fotos, como si fuera yo una mujer desnuda en una feria de pueblo. Y no sé si alguna vez una feria de pueblo haya exhibido a una mujer desnuda, ¿pero qué más da?)

Le tengo miedo a los
domingos en que el sol
brilla con claridad y
entusiasmo. Temo por
mi vida y por la de
mis semejantes. Temo
que un día el sol se
muera y nos deje en
penumbras, pues sólo así
sentiremos lo que es
frío de verdad. Tengo
miedo a que llegue el
domingo, porque sabré
entonces que he perdido
una semana; una semana
menos para amar al
amor de mi vida, que
aún no conozco y ni sé
si exista de verdad.


El fantasma de mi pubertad me acosa:
—¿A dónde fueron tus poemas?
Yo, atónito, respondo:
—¿Eh?


Hay un nicho de cantera en el fondo de mi armario. Lo guardo para cuando encuentre algo que alabar. Pienso: una fotografía. Pero no tengo una cámara. Tengo un teléfono que toma fotos. Blasfemia.


Muerdo tu labio húmedo.
Salivas demasiado.
¿Qué te hace pensar
tanto? Yo nunca
había pensado en
nada, hasta que te
vi y tuve que pensar
en la conveniencia
de pasar todos los
días por ahí y verte.
Me dije que valía la
pena, y no me canso
de admitir que...


Estoy cansado. Quiero que termine el 2010. Ya.
(Patético. Como si el año nuevo fuera a cambiar las cosas)


Extraño decirte que te quiero. Extraño decirte cosas. Extraño preguntarte cómo te fue. Pensar que de alguna forma yo estuve ahí, sentado entre los muebles de tu habitación, mirando tu mirada. Respirando tu aire. Vigilando tu sueño. Olvidando el resto de mi vida. Extraño sentirme flotando. Extraño salir por tu ventana con la playera en llamas. Extraño tu risa y el agua fría de la cubeta. Extraño tu foto en sepia con los lentes oscuros. Extraño hacer rico a Slim con mis mensajes de amor.


Hoy cumplo un año más de vida. Sol conjunción sol. Una nueva oportunidad. Y sin embargo haré la misma rutina. Ojalá la vida cambiara en algo. Pero un aniversario no basta. Hacen falta aniversarios a diario.


Extraño quererte sabiendo
que no eras más que una
desconocida de quién sabe
dónde en no se qué lugar.
Extraño la luz del sol del
mediodía reflejada en tus
ojos angustiados, hartos de
sufrir y de llorar. Extraño el
corto lapso de tiempo en que
tus labios (tus dedos) me
dijeron lo que yo quería
escuchar (leer). Extraño
aquellas semanas en que
te quise conocer.

Extraño mis huidas a la
cochera, privándome de
los oídos ajenos, atento
a las señales que de ti
me llegaban. Extraño tu
mensaje recibido en 
aquel automóvil apretado
y mis amigos incapaces
de saber por qué mi risa.
Extraño aquella noche
en que toqué tus piernas
inventadas en el aire.
Extraño las largas horas
que recorrí a pie, viendo
en cada ángulo una copia
fiel de tu rostro idealizado.
Extraño decirle a todos:
no me pregunten cómo
ni de quién, pero estoy
enamorado.


Me encerré a estudiar y al abrir la puerta me topé con que el color del cielo había cambiado. Con que la hora era distinta. Con que no había nada para cenar. Salí a comprar cosas para cenar e hice no sé cuántos rodeos para llegar al lugar. Y vi una doncella subiendo a su carruaje. Se escuchaba música desde el interior. Un clavecinista interpretaba obras de Bach. Y una voz cantaba: dale presea, dale presea. La doncella mostraba mucha piel. Su príncipe encantador llevaba elegante traje de terciopelo púrpura y lentes negros y cadenas de oro.

Escondo en mi apariencia
mi terrible miedo al resto de las cosas.


No sé si se han fijado
pero el agua natural
sabe horrible en vaso
de plástico. Es mejor
tomarla en un vaso
de vidrio porque el
vidrio tiene un no sé
qué que mejora el
sabor del agua natural,
que sabe horrible si
te la tomas en vaso de
plástico. Te amo.


El otro día caminaba por la calle y un anciano se orinaba en la banqueta. Alguien salió a limpiar el lugar de los hechos. El viejo reía.


Quiero vomitar. 


Anoche soñé contigo. Te declaraba mi amor. Me rechazaste. Sentí, en el sueño, un dolor profundo. Mi hermana se asomaba por la ventana y decía: mi hermano está deprimido. Abría los ojos y sentía el dolor. Paseaba con mi familia y veía, extendida en el llano, mi ciudad. El atardecer. 
Desperté y medité. Me costó trabajo creer que en sueños te declaré mi amor. Meditando escuché el canto de los gallos, los flojos ladridos de un perro y las motocicletas (sí, a las seis y media de la mañana). Terminé de meditar. Dormí de nuevo. 
Una vez dormido volví a soñar. Soñé contigo. Viniste a mi casa. Salimos. En el camino te dije: acabo de soñar contigo y rechazaste mi amor. No le diste importancia. Llegamos al boulevard y yo sentía un malestar en el pecho. Tu amor imposible. 
Se te cayó un guante mientras cruzábamos el boulevard. Y lo buscamos entre los no sé cuántos kilómetros por hora de los vehículos que pasaban a los lados. Y había tantos guantes negros. Levanté uno tras otro, uno tras otro. Hasta que di con el correcto. Me diste las gracias. Me supo amarga la saliva. 
Subimos al camión. Te fuiste adelante. No me hablaste de nuevo. Me bajé y fui a la plaza. La otra parte del sueño no te importará. 




Entre mi amor
y tus labios húmedos, 
mi indecisión. 


Entre mi vida 
y cualquier otra cosa, 
este pasado.


Entre mis ojos 
y el resto del mundo 
¡este pasado!

jueves, 11 de noviembre de 2010

Arcadas



A Richard F.



El semestre había terminado y yo tenía ganas de ir a una fiesta. Mis ojeras habían crecido mucho por la falta de sueño, el exceso de tareas y mi alimentación decadente. Así que una noche me llamó Pablo y me invitó a una fiesta. Las ojeras de Pablo también habían crecido sobremanera.
Me di un baño, me arreglé y salí de mi oloroso departamento a esperar a Pablo. Anochecía. El cielo estaba llenándose de nubes. No llevaba ninguna clase de abrigo. Seguramente llovería y yo no tenía nada con qué cubrirme.
Llegó Pablo en su automóvil plateado y nos dirigimos a algún lugar perdido en medio de la enorme ciudad. Era una zona en la que yo nunca antes había estado. No estábamos muy seguros de quién era o por qué se celebraba la fiesta, pero fuimos de todas maneras.
Llegamos a la calle y estacionamos el coche en una esquina. La cuadra estaba llena de autos. Había gente vomitando en el pasto de los jardines, vasos desechables que eran arrastrados por el viento y grupos de mujeres que se secreteaban y reían. Entramos a una especie de bodega de enormes puertas negras.
El lugar estaba lleno de personas. La música era ensordecedora. Pablo se fue abriendo paso entre la multitud y yo traté de seguirlo pero lo perdí. Un par de chicas me invitaron a bailar. No tuvieron que preguntar o pedir permiso, sólo me jalaron y de pronto se me estaban embarrando en las piernas.
Luces de colores parpadeaban en el techo. Me pregunté en qué clase de lugar estaba. ¿Un antro improvisado? ¿La enorme cochera de la casa de alguien? La música no me estaba gustando y tampoco me dejaba concentrarme.
En un instante, las chicas que habían estado untándose en mis piernas desaparecieron y me encontré bailando solo. Llegó a mis manos una lata de cerveza. La abrí, le di un par de tragos…
La música se detuvo unos momentos después de que terminé mi tercera lata. Un fulano de camisa roja tomó un micrófono y dijo:
—Esta es mi fiesta, y se escucha lo que yo quiera.
Hubo algunos aplausos y gritos. El anfitrión sonrió.
Los gustos musicales del anfitrión, a quien, por cierto, nunca había visto antes, me agradaron. De pronto alguien me dio dos palmadas en la espalda. Era Pablo. Estaba acompañado de un amigo de cuyo nombre no me enteré. El chico decía constantemente que tenía que irse pronto…
—Anda, Pablo, no te tardas nada. Si mi padre llama a las doce y yo no estoy en casa, me matará.
Pablo me dijo que tenía que irse a llevar a su amigo, pero no me dijo si volvería o no. Entonces seguí bailando un rato. ¿Y si Pablo no regresaba? ¿Qué haría? ¿Tomaría el camión? ¿Qué camión? No estaba muy seguro de cómo regresar a casa. Algunas chicas bailaban mejor que otras. Yo ya no supe cuántas latas había tomado.
Me di cuenta de que todos los ahí presentes formábamos una masa de cuerpos sudorosos que se movía de forma impredecible. Lo digo porque de pronto estuve cerca de los baños, y los baños me quedaban muy lejos cuando recién había entrado al lugar. Después de estar fuera de los baños un rato, el baile me llevó a la esquina del DJ. Casi me estrello en el enorme equipo de sonido.
Así estuve moviéndome de un lado a otro hasta que regresé a los baños. Un olor a mierda y vómito salía de ellos. La luz amarillenta me lastimaba los ojos.
Entonces… me acuerdo vagamente del primer momento en que vi a la chica. Estaba bailando muy cerca de mí. Una chica muy linda, sin duda. La perdí de vista unos segundos. Cuando la volví a ver, noté que un ojo se le había salido de la cuenca y colgaba de un lado a otro de su rostro.
Me acerqué a bailar con ella. Me pareció muy simpática. Le pregunté si le dolía el ojo.
—Me pasa siempre —dijo.
De vez en cuando su ojo chocaba contra mi cara. Yo estaba tan sudado que no pude sentir la humedad del ojo o de los nervios que lo sujetaban. Las gotitas de sudor en el cuello de la chica me excitaron. Ella me sonreía constantemente.
Después de un largo rato de bailar juntos, me alejé de la chica sin decir adiós y busqué la salida. Vi que me quedaba al otro extremo del lugar en que me encontraba. Mientras trataba de caminar hacia ella, me encontré con el amigo de Pablo y le pregunté en dónde estaba mi amigo.
—Pablo se quedó en mi casa. Cuando mi papá llame, Pablo fingirá ser yo. Es un tipazo.
Le di la razón. Me despedí del amigo de Pablo y logré, después de un gran esfuerzo, salir de la fiesta y caminar entre charcos de cerveza regurgitada y vasos de plástico regados en el pasto. No sabía para dónde quedaba mi casa, pero con un poco de suerte llegaría sano y salvo.
Empezaron a caer algunas gotas de lluvia y me maldije por no haberle pedido ni el número de teléfono a la chica del ojo colgante.
Caminé por la calle. No tenía ni la menor idea de dónde estaba. A pesar de que me había mudado a la ciudad hacía ya varios años, todavía había muchas colonias que nunca había recorrido.
Empecé a sentir unas náuseas terribles. Corrí hacia un poste de madera que estaba en una esquina y me metí dos dedos a la boca. Vacié mi estómago de las no sé cuántas latas de cerveza que había tomado hacía un rato… no sabía cuánto rato  exactamente porque no me fijé qué hora era.
Mientras estaba inclinado sobre el suelo, sufriendo todavía algunas arcadas, una mano me tocó el hombro. Volteé y era la chica del ojo. El ojo, por cierto, había regresado a su cuenca. Le pregunté cómo había sucedido.
—No lo sé, me pasa siempre —fue lo que dijo.
Me tomó de la mano. La seguí unas cuantas cuadras; los dos reíamos y tratábamos de no pisar las líneas de las baldosas de la calle. Me detuve bruscamente cuando llegamos a una avenida. Había empezado a llover con más fuerza. Estaba helándome. Los coches pasaban a gran velocidad. Le pregunté a la chica a dónde nos dirigíamos y ella, en lugar de contestar, extendió un brazo en dirección a la avenida.
Un taxi se detuvo. La puerta se abrió. El taxi olía a cigarro. Yo tenía un sabor amargo en la boca y me sentía un tanto mareado. La chica me metió al taxi y, cuando el coche arrancó, me arrepentí de nuevo por no haberle pedido ni su número de teléfono.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Tampoco puedo dormir

No pude seguir durmiendo porque había una discusión arriba, en el piso del casero. Abrí los ojos y, en medio de la oscuridad de la habitación, escuché a una mujer que decía:
   —Eres un anciano bueno para nada, si no fuera por la herencia de mi madre estarías muriéndote de hambre en la calle.
   Me senté en el borde de la cama. El reloj decía que eran las tres de la mañana con seis minutos. La luz del patio entraba por la ventana e iluminaba solamente mi televisor apagado. Me dolía el brazo izquierdo.
   —Hija, si no te gusta vivir aquí, puedes irte.
   Una discusión familiar. Supe entonces de quién era la voz de mujer que había escuchado. Por lo que pude notar, la tranquilidad de mi casero exasperaba a su hija, quien no dejaba de gritar y arrojar cosas por la ventana.
   Entré al baño a lavarme la cara. Miré mis ojeras y me rasuré el bigote. Tuve un accidente con la navaja de afeitar y empezó a salir un poco de sangre de la herida. Me puse un pequeño trozo de papel higiénico en la cara. La regadera goteaba.
   —¡Seguro hay una zorra que está aprovechándose de ti!
   Había papeles regados por toda mi habitación. Encendí la lámpara del buró y me puse a leer algunas de las hojas; ensayos mal redactados, ejercicios inconclusos, correcciones e indicaciones con tinta roja. Apagué la lámpara y dejé los papeles en su lugar.
   —Hija, hace tiempo que espero que te independices, que te cases y tengas una familia, pero no lo has hecho.
   Encendí el televisor. Fui de canal en canal y la programación se trataba básicamente de comerciales de productos milagrosos, películas eróticas de unas cuantas décadas atrás, documentales sobre las cruzadas y la edificación de ciudades egipcias y series sobre perros policía. Apagué el televisor.
   —¡Estoy casi segura de que tú mataste a mi madre!
   Las cosas que la mujer arrojaba por la ventana hacían tal estruendo que, en medio de la penumbra de mi cuarto, jugué a adivinar qué podrían ser esas cosas. ¿Portarretratos? ¿Floreros? ¿Vajillas de porcelana?
   —Tu madre, que Dios la tenga en su santa gloria…
   Me puse un pantalón y una camisa y salí de la habitación. En la cocina estaba Elías.
   —No me digas que tampoco puedes dormir —le dije.
   —Tampoco puedo dormir —me dijo.
   Había visto a Elías por la tarde, pero ahora tenía la sensación de que mi amigo había envejecido mucho en unas cuantas horas. Me dijo:
   —No hay nada en el refrigerador.
   Miré hacia la puerta. Los arbustos se agitaban por el viento. Las hojas secas de los árboles eran arrastradas por todo el piso de cemento. Fragmentos de las cosas que la hija del casero había arrojado brillaban bajo la luz del patio.
   Le propuse que fuéramos a buscar alguna tienda abierta. Fue a su habitación por una camisa y salimos.
   Cuando cruzamos el patio, tuvimos que sortear no solo las cosas que yacían tiradas en el suelo, sino las que seguían cayendo por la ventana. Televisores, planchas, ensaladeras, etcétera.
   —¡Viejo inútil! Dime dónde guardas tu dinero.
   Abrimos la puerta de la cochera y salimos acompañados por Golfo, el perro del casero. Era un labrador negro bastante bien entrenado. Elías me dijo:
   —No soporto a la hija histérica del casero. Cualquier día de estos le arrojaré una bota a ver si se calla.
    Le pedí que me invitara el día que se decidiera a hacerlo.
   En la calle hacía un frío tremendo. Caminábamos cruzados de brazos, castañeteando con los dientes. La luna llena brillaba más que las luces del alumbrado público.
   Dimos vuelta a la izquierda en la esquina y vimos que todas las tiendas estaban cerradas, salvo una. Entramos a ella. El empleado, un señor de unos cuarenta años, estaba leyendo una revista de espectáculos. Cuando nos vio pasar, la cambió por un periódico viejo.
   Elías fue por medio kilo de huevos y un paquete de salchichas. Yo tomé una caja de galletas y dos botellas de jugo de durazno.
   El empleado nos cobró una cantidad que a Elías y a mí nos pareció excesiva, pero no dijimos nada y vaciamos nuestros bolsillos sin chistar. Por la avenida pasaban automóviles cuyos pasajeros arrojaban botellas vacías de cerveza al pavimento. El ruido que hacían las botellas al quebrarse me recordó el escándalo de la hija del casero.
   Cuando salimos de la tienda, y una vez que el empleado pudo continuar con la lectura de su revista de chismes, le pregunté a Elías cuáles eran sus metas en la vida. Riendo, me dijo:
   —Ya te dije, quiero aventarle una bota a la hija del casero a ver si se calla de una vez por todas.
El Golfo nos había estado esperando afuera de la tienda. Como recompensa, Elías abrió el paquete de salchichas y le dio una. El perro se la comió sin dejar rastros.
   Caminamos de nueva cuenta por la calle de la casa. Desde lejos pudimos ver que la puerta de la cochera se abría. De ella salió una mujer joven despeinada, de baja estatura y gruesos lentes. Era la hija del casero. Por la forma en como cerró la puerta, deduje que estaba furiosa.
   Se metió a un pequeño automóvil azul y arrancó. Se dirigió a la avenida casi atropellándonos a Elías y a mí en el proceso porque no íbamos caminando por la acera.
   —¡Fíjate, estúpida! —gritó Elías
   Llegamos a la casa y vimos que nuestro casero estaba barriendo el desorden del patio. Llevaba una pijama azul con rayas blancas y, encima, una bata de tela brillante color carmín. La luz del foco del patio iluminaba su cabeza calva.
   Le dijimos buenas noches, pero no nos puso atención. Cuando pasamos junto a él, cuidando de no esparcir de nuevo la basura, escuché que decía:
   —Ay, hija. Si supieras cuánto te quiero.
   El Golfo se metió a su casa de madera. Mientras Elías abría la puerta, pude ver que de los ojos del anciano casero brotaban algunas lágrimas.
   Cerramos la puerta. Elías se preparó unos huevos revueltos con salchichas. Yo ya no tenía hambre, pero abrí un paquete de galletas y me comí un par para hacerle compañía a mi amigo.
   Charlamos sobre muchas cosas y al final no pude llegar a conclusión alguna. Le di las buenas noches a Elías y me metí a mi habitación. Me desvestí y me metí a la cama. Estuve mirando el techo un largo rato.
   De repente escuché que un auto se detenía frente a la casa. Luego unos tacones, el ruido de la puerta abriéndose y la voz de la hija del casero.
   —¿Quién te dio permiso de barrer, anciano bueno para nada?
   Elías tocó mi puerta y me dijo:
   —Voy a aventarle mi bota, ¿quieres venir?
   —No —le dije—, creo que ya tengo algo de sueño.
   —Tú te lo pierdes.
   Cerré los ojos. Sonreí cuando escuché cómo la bota se estrellaba en la hija del casero.