jueves, 26 de agosto de 2010

Culebras


Nos escondimos detrás de una gran roca. Habíamos corrido demasiado y creo que no comprendíamos muy bien el porqué. Sólo corrimos, como escapando, respirando agitadamente sin mirar atrás. Quién sabe qué había detrás de nosotros, nunca volteamos. Lo escuchamos y alguno se echó a correr y todos lo seguimos. Y de pronto ya estábamos escondidos aquí en la piedra. No recuerdo por dónde corrimos ni nada. Ahora sólo veo el estanque frente a nosotros y respiro una y otra vez echando el aire por la boca.
    Alguien preguntó porqué habíamos corrido y nadie respondió. Hubo una larga secuencia de jadeos y risas, pero nadie dijo realmente nada.
    Luego hubo un largo silencio.
    —Podemos sacar provecho de esta situación —dijo de pronto una voz.
Yo no le creí. Era difícil creer cualquier cosa en ese momento. Y cuando empezaron a salir culebras del charco que teníamos enfrente, fue todavía más complicado creer en algo, en lo que fuera. Se escurrieron entre nuestros pies sin reparar en nosotros, sin mordernos ni nada. Sólo pasaban y subían por la colina. Todos les teníamos cierto temor pero ninguno era capaz de mencionarlo. Teníamos miedo a las serpientes y a lo que venía detrás de nosotros con pasos fuertes y pesados. Todavía podíamos escuchar los pasos en medio de la tensión de las culebras y los esfuerzos constantes por jalar aire. Y quizás también nos teníamos miedo entre nosotros. Pero cómo saberlo si aún respirábamos con trabajos, si aún sentíamos el deslizamiento de las serpientes en el lodo y no había tiempo ni oportunidad de preguntar. Era impensable hablar, hasta pensar se volvía algo complicado.
    Y entonces empezó a llover. A llover con muchísima fuerza. El agua de lluvia se fue acumulando en pequeños charcos que crecieron hasta formar un gran cuerpo de agua todavía no muy profundo. Las culebras seguían moviéndose entre nosotros. Pensé en escapar, en subir por la colina pero me acordé de aquello, lo que nos venía siguiendo. El agua fue subiendo por nuestros tobillos, luego las rodillas, y en instantes ya nos llegaba al pecho. Miré hacia el cielo y vi las nubes pintadas de un pálido amarillo, y las incesantes gotas de lluvia me caían en los párpados.
    Las mujeres comenzaron a nadar al centro del estanque y nosotros nos preguntamos por qué lo hacían. Pero nunca lo hicimos en voz alta, sólo nos miramos y luego nos fijamos en que las mujeres se iban ahogando una por una.
    —Todavía podemos sacar provecho de esta situación —dijo alguien a mi derecha.
    Entonces rompí mi silencio y dije:
    —No creo que sirva de algo.
    Y ya nadie me respondió. Escuché un burbujeo desesperado a los lados y de pronto estaba solo, parado de alguna forma en la punta de la gran roca. El agua me llegaba ya a la barbilla.
    En un instante empecé a nadar hacia la colina, que ya era muy poco prominente. Las culebras me estorbaban, no me dejaban mover los brazos ni las piernas y por unos segundos pensé que era mi turno de ahogarme. Miré, durante esos momentos que creí serían los últimos, el brillo pálido del cielo, y con trabajos me senté a la orilla del enorme lago que crecía ante mis ojos. Después de un rato dejó de llover y me fui. No quería encontrarme con los cuerpos.
    Una vez estando de regreso en el sendero por donde había llegado, me sentí observado. A lo lejos, algo venía hacia mí. Escuché el ruido sordo de las pisadas. Entonces me puse a correr. Corrí muchísimo. Nunca me di el lujo de mirar para atrás.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Cuánto tiempo sin verte

No sabía que Sofía había regresado a la ciudad hasta aquella tarde de marzo. Bonita tarde, en verdad. La plaza brillaba más que nunca, los niños perseguían palomas y los boleros hablaban de futbol. Ese día me dio por salir a caminar sin rumbo, como si fuera foráneo y estuviera visitando el lugar por primera vez. La verdad extrañé el coche al principio, luego me divertí mucho al ver el tráfico y las caras de desesperación de todos los conductores. Y luego me cansé de vagar y me senté en una mesa sola del café y pedí un té. ¡Un té, cosa rara!
    Ya me iba a terminar mi té cuando de repente entró Sofía. Vi primero su largo cabello castaño, lacio. Luego sus cejas pobladas encima de los ojos color miel. Se veía hermosa. Se sentó dándome la espalda, y yo me levanté y fui hacia su mesa. Seis años sin verla. Había tanto que contarse. Sacó un cigarro y lo encendió. Le di una palmadita en el hombro. No tuve que decirle nada, se levantó rápido y me dio un abrazo y me llenó de preguntas. Cómo estás, cómo te ha ido, en dónde trabajas, cómo está tu mamá.
    Respondí a todo y entonces yo le pregunté lo mismo. De verdad que hacía un lindo día. No muy caluroso, con gente agradable alrededor y ahora el encuentro con Sofía. Y ella empezó a contarme que acababa de mudarse, que había puesto una joyería y yo pensé que aquello era muy bueno, hasta le dije que pronto iría a comprar algo. Ella dijo que sí, algo para mi madre o mi hermana estaría bien, o para mi novia o esposa en caso que tuviera una. Yo le dije que no, que no tenía novia ni esposa, que mejor le compraría algo a ella. Hizo como que no escuchó eso último y me preguntó que cómo era posible que no estuviera casado ya. Le dije que así estaban las cosas. Ella se sonrió. Qué bonita su sonrisa, en verdad.
    Ya se había terminado dos cigarros. Yo pedí otro té y ella pidió un amaretto. A momentos no supe qué contarle. No parecía estar esperando a nadie, no mostraba impaciencia ni nada, no miraba su teléfono celular ni volteaba a las esquinas para ver si se acercaba alguien. Entonces empezamos a hablar de la secundaria, de aquellos tiempos en que todo lo veíamos tan fácil, tan posible. A ella casi se le salen las lágrimas mientras recordábamos nuestras aventuras.
     Le pregunté si recordaba nuestro noviazgo. Ella sonrió de nuevo y dijo que sí, que había guardado por mucho tiempo las cartas que yo le escribía. Eso me dio mucho gusto porque yo aún tenía una caja de zapatos llena de sus notas y sus corazones de papel con nuestras iniciales.
     Su café humeaba, no lo había probado aún. Le daba muchas vueltas a la cuchara. “Fue muy bonito, fuiste mi primera novia”, le dije. Ella me miraba casi con ternura, como si fuera mi madre. Lo veía en sus ojos. “Yo ya había andado con Oscar en ese entonces”, fue lo que me dio como respuesta. Eso no me gustó porque siempre había pensado que Oscar la había maltratado bastante. Cuando fuimos novios, ella me contaba lo mal que lo había pasado a su lado. Antes de eso, Oscar y yo solíamos llevarnos bien, pero por las palabras de Sofía empecé a tenerle rencor. Entonces le recordé eso, le dije que siempre había pensado que Oscar era un tipo un tanto despreciable, una especie de lacra. Ella me miraba sin responder. Probó su café y no pude ver expresado en su rostro si la bebida estaba buena o mala, demasiado caliente o tibia. Su cara ya no me mostraba nada. Entonces ella dijo que no culpaba a Oscar de nada, que en aquel entonces todos ignorábamos muchas cosas de lo que es la vida. Yo pensé que tenía razón y eso me calmó.
     La gente entraba y salía del café. El tiempo pasaba un tanto rápido. Ella jugaba de repente con la cajetilla de cigarros medio vacía. Le pregunté si recordaba cómo fue que terminamos nuestro noviazgo. Dio otro sorbo a su café y volvió a sonreír, como si hubiera llegado un recuerdo alegre a su cabeza. Me dijo que Oscar y yo nos habíamos peleado en una posada de la escuela. Yo debí haber puesto una expresión de sorpresa en mi rostro porque después agregó que sí, que aquello había sido todo un acontecimiento, que cómo era verdad que yo lo hubiera olvidado. Me dio mucha risa. Las imágenes de aquella noche pasaron una tras otra por mi mente, en una borrosa secuencia. Yo me acerqué a Oscar por la espalda y le di un puñetazo en el ojo izquierdo. Se levantó del suelo y me pegó en el estómago y así estuvimos un buen rato forcejeando en el suelo, rodeados de gente que nos gritaba emocionada. Sí, también recordé que Sofía lloró cuando me acerqué a ella para explicarle, pero no me dio tiempo de nada, me dijo que habíamos terminado y para mí fue la catástrofe. Apenas tenía quince años. No volví a tener una novia como ella y me sentía un poquito mal cuando le decía esto a la gente, que había tenido mi última novia entrañable durante la secundaria. De repente las palabras se juntaron en mi garganta y luego mi lengua y miré a Sofía y le dije: No he vuelto a tener nada tan sincero como lo que tú y yo vivimos.
     Ella abrió los ojos de par en par y se ruborizó, pero no un rubor alegre sino uno que hizo que agachara la cabeza y mirara fijamente la taza con el amaretto. Me dijo con voz muy baja que eso no podía ser, que lo nuestro había sido hacía tanto tiempo atrás, y además éramos tan chicos y no pasamos de unos cuantos besos y salidas al parque. Ella no entendía, parecía confundida. Yo sonreí. Ahora ella me estaba dando mucha ternura a mí. Le dije que no importaba el tiempo o lo jóvenes que éramos, sino el simple hecho de que me alegraba haber tenido algún día entre mis brazos a una mujer tan hermosa.
     No me había dado cuenta de que ya estaba anocheciendo, pero sí me percaté de que Sofía estaba muy sonrojada. Y ahora también la veía incómoda, como si quisiera cambiar de tema urgentemente o, tal vez, salir corriendo. Me callé la boca y le di vueltas a mi taza de té vacía. Así pasaron unos minutos. Luego ella rompió el pesado silencio y me dijo que había sido algo muy bello, nuestra relación adolescente.
     Esas palabras no me animaban a seguir tocando el tema. Las dijo con seriedad. De repente sentí que había arruinado la tarde y estaba por pedir la cuenta, y en eso Sofía volvió a hablar diciendo que también pensaba como yo, que también pensaba que había sido lo más sincero hasta que se casó. Y agregó que ahora era feliz con su familia.
     Sí. En ese momento sonreí y pensé seriamente en la cuenta. Me pregunté a mí mismo porqué me habían desilusionado estas palabras, y en eso sonó su celular. Alguien le dijo algo sin darle oportunidad de responder, luego ella miró hacia la calle y sonrió. Era una sonrisa de oreja a oreja. Metió la cajetilla en su bolso, se levantó y caminó hacia afuera. Me miró emocionada y me dijo que saliera para conocer a su nena.
     Me paré y vi a la niña caminando de la mano de su papá. Él la soltó y la niña dio torpes pasitos hasta llegar con su mamá, quien la levantó y la abrazó. Tendría poco más de un año. Me acerqué a ellas y le di un beso en la frente a la nena, que era preciosa. Luego me acerqué al papá y le dije Oscar, cuánto tiempo sin verte, y Oscar me dijo cómo estás, y yo le dije bien, gracias. Los orgullosos padres se abrazaron, yo me despedí de ellos y me fui a pagar, por fin, la cuenta, y salí del café sin mirar atrás. De la luz del sol quedaban muy pocos rastros, y sentí que había demasiada gente en el centro, demasiado ruido, como si sus voces se hubieran multiplicado. Corrí a tomar un taxi y en el camino fui pensando en todo lo que podría hacer con una caja de zapatos vacía.