miércoles, 26 de agosto de 2009

La tremenda cachetada



- Yo no sé ni por qué te arrepientes, me cae que Rosa ni está tan bonita así como para que le chilles.


Cuando Octavio me dijo esto, lo primero que se me vino a la cabeza fue “dale un chingadazo en la cara”. Y, ¿qué crees? Eso fue precisamente lo que hice. No es que Rosa sea la mejor novia del universo, pero es mi novia a fin de cuentas, así que, por lógica, no se merece ni tantito lo que acababa de hacerle. A escondidas, claro. Pero para que yo pueda decirte más o menos por qué estaba tan arrepentido, tendría que explicar a grandes rasgos (o a pequeños detalles) todo lo que sucedió esa noche.


Era viernes por la noche y yo estaba en mi casa, frente a un escritorio con 85 ejercicios de álgebra que me miraban con burla. “Estás pendejo si crees que te vas a recibir de ingeniero sin saber cómo resolvernos” era lo que parecían decirme, con sus letras y sus símbolos todos revueltos, a manera de jeroglíficos. Y yo, que no soy Egiptólogo ni pretendo llegar a serlo, me estaba comenzando a desesperar, porque en mi casa no había ni una pista, instrucción o consejo que pudiera iluminarme aunque fuera un poquito. En esas estaba cuando de repente llegan Octavio y Saúl y acceden a explicarme los chingados ejercicios con la condición de que fuera con ellos a una fiesta. No es que no me gusten las fiestas, pero sin duda no se me ocurre pensar en ellas cuando tengo al álgebra apretándome el cerebro de manera inmisericorde y perra. Como ya mencioné, llegaron estos dos personajes y de alguna manera logré entender todo lo que tenían por explicarme. Que si la suma del polinomio, que si la recta, que si la chingada raíz cuadrada, etc. Creo que los ejercicios de álgebra tenían todo el derecho de burlarse de mí, porque sinceramente me estaba sintiendo bien inútil.


Octavio te lo explica todo de manera franca, directa y dolorosa. Es como esos profesores de la primaria que casi te sacaban los ojos cuando escribías mal tu propio nombre en la hoja del examen. Y es que aunque ellos ya sabían quien eras, como que les daba placer verte humillado por nimiedades. Pero esas nimiedades sí pesan a fin de cuentas, porque ahorita me estaba sintiendo empequeñecido por problemitas, que Octavio y Saúl se empeñaron en hacer parecer todavía más sencillos. Y lo peor del caso es que yo no podía quejarme, porque a fin de cuentas yo era el que no entendía. A Saúl tampoco puedes preguntarle el porqué de nada. “Así se hace y no preguntes”. Hágase, pues, tu voluntad.


Tardamos una media hora en contestar más de la mitad de los ejercicios (yo había tratado de responder siquiera uno solo y se me había pasado una hora mirando el libro como baboso) y de pronto ya estaban mis dos amigos mirándome como novias a punto de recibir el anillo de compromiso. Iba a tener que acompañarlos a la fiesta, más por obligación que por sinceras ganas, y la verdad, eso me puso de malas. Los estimo, pero si pienso en fiestas se me ocurren mejores acompañantes. Estos tipos toman como desquiciados y yo, para ser realista, no quiero terminar con la playera manchada de vómitos ajenos. Cosa que, chingado, de seguro iba a suceder.


Nos subimos al coche de Saúl y nos dirigimos a la fiesta. Yo nunca supe qué se festejaba. No era 15 de septiembre, ni 2 de noviembre, ni fin de cursos, así que supuse que era el cumpleaños de alguien. Con decirte que me fuí de la chingada fiesta y no pude comprobar mi teoría. Antes de llegar, Octavio le comentó a Saúl que seguramente habría montones de hermosas mujeres por cortejar, y que mejor se fuera preparando para galanear. A mí no me dijeron nada sencillamente porque yo ya tengo novia, y eso es como llevar un brazalete fosforescente que te margina de las diversiones de los solteros. Ya tengo 2 años de andar con Rosa, y aunque el amor cada vez parece más ausente, como que ya nos ganó la costumbre. Antes de la fiesta estábamos un tanto distanciados, porque, según ella, la he dejado en segundo plano. Y no te voy a mentir, ella está mas cerca de la realidad de lo que cree, porque como que en el fondo no cree que yo pueda hacerla a un lado. Pero te aseguro que no ha sido nada intencional, sino que son cosas que pasan y que no se pueden controlar.


Total, llegamos al lugar y yo me había puesto un tanto triste por recordar a Rosa y a nuestro elegante distanciamiento. Pero en cuanto entramos a la fiesta (era en una casa no muy grande, típica de la clase media) me quedé estúpido. Qué te puedo decir, muchas mujeres. Mucha progesterona reunida en un solo sitio. Claro, había más hombres, pero francamente me importaron poco o nada. Sí, ya sé lo que estás pensando, no me puse a platicar con ninguna de ellas porque todavía estaba sobrio y todavía traía a Rosa clavada en el cerebro, pero en ese momento, haz de cuenta que Saúl y Octavio dejaron de parecerme mamones. Yo iba tras ellos y me iban presentando a todos los allí reunidos, y me alegré, sinceramente, por ser su acompañante. Luego, alguien me pasó por fin una cerveza y ya no paré. Me senté en un sofá y la noche me arrolló, me pasó completamente por encima.


Los recuerdos que tengo están borrosos y no tienen lógica espacio-temporal. Gradualmente se me fue la sobriedad, y es que ese estado es algo que se pierde poco a poco. No te sientas en una mesa y dices “ya estoy embriagadísimo” nada más porque los que te rodean si lo están. No, la ebriedad te la ganas a pulso. Y, para qué te miento, a mi no me gusta ponerme en un estado tan deplorable, pero es que Rosa…


Me acuerdo que se sentó una morena impresionante a mi lado y empezó a contarme su vida con un lujo de detalles que yo nunca solicité pero que me cayó como anillo al dedo, porque su vida parecía muchísimo más madreada que la mía y sinceramente me comenzó a interesar su relato. Con decirte que cuando ella comenzó a llorar, yo me conmocioné. El problema es que las suyas no eran lágrimas silenciosas, eran berridos de dolor. A la chica le dolía su novio. Yo no estaba en el estado indicado para pensar de manera sensata, pero se me ocurrió sacarla al patio para que respirara un poco de aire fresco (la sala apestaba a tabaco) y se calmara. Las miradas de la gente se me tornaron bien incómodas de repente. No estoy seguro de esto, acuérdate que yo estaba borracho.


Cuando salimos al patio, la miré detenidamente y descubrí lo que ya sabía: la chica me fascinaba. No describes a alguien como “morena impresionante” de manera gratuita ¿verdad? La chica siguió hablando de su novio y a mí la verdad me comenzaba a aburrir todo su cuentito, porque al parecer, el fulano era un hijo de la chingada y ella era masoquista en serio. Y luego, que me acuerdo de Rosa, y ahí fue cuando me dieron náuseas. No me preguntes cuanto tomé porque desconozco el dato. Gracias al malestar estomacal pude ignorar justificadamente todo el rollo de la mujer que tenía al lado, y es por eso que no pude conocer el desenlace de su historia. Y justo cuando me di cuenta de que ella ya había terminado y de que yo estaba a punto de hacerle un comentario, se me acerca y me besa. Y no fue un beso de esos que te das en la primaria con tu primera novia. No, fue un beso en serio. Casi puedo decirte que se me secó la boca. Y, bueno, uno no puede permanecer indiferente ante estas manifestaciones, y menos en el estado etílico en el que me encontraba.


Cuando terminó nuestro beso, yo me aparté de ella y me quedé viendo el suelo. Ella se puso a reír. Yo me reí también. Estábamos ebrios ¿ok? La que no estaba ebria era mi cuñada, que me tomó por la espalda, me puso frente a ella y me dio la cachetada más dolorosa, espantosa y merecida que jamás me habían dado en mi triste y simplona vida. El sonido que provocó fue tal que hizo que todos los que estaban en el patio voltearan a verme. Y ahí mi cuñada se transformó en Satanás. En serio. Vociferaba y me pegaba y me gritaba y hacía un chingo de ademanes que gracias al cielo no recuerdo con claridad. Pero en cuanto mencionó a Rosa se me cortó la borrachera. Ahí fue cuando me di cuenta de mis actos. Y es que a mi cuñada no le servía el pretexto de que yo estaba borrachísimo. No, para ella simplemente valía el hecho de que yo le había puesto el cuerno a su hermana y ya.


Todos empezaron a murmurar y yo me metí a la casa arrojado por el instinto y un dejo de vergüenza. Pero lo que más me molestaba era la culpa. La morena impresionante se sintió un poco mal también porque jamás me dejó explicarle que yo ya tenía novia, pero a ella nadie le dijo nada. En ese instante me puse a buscar a Saúl y a Octavio, como un infante de 3 años buscando a papá y mamá en un centro comercial de 4 pisos de esos que te impresionan solamente por el ruido que hacen. Menos mal que mis colegas ya me estaban buscando a mí. Y lo mejor de todo es que estaban todavía portando una sobriedad increíble. Jaque mate al desconfiado, sus amiguitos borrachos estaban más sobrios que un monje.


Nos subimos al coche y, para no hacerte el cuento largo, me solté a llorar como un recién nacido. Entre mis lloriqueos, alcancé a escuchar la plática de mis “conductores designados”. Decían que me iban a dejar en mi casa y se iban a regresar. Bueno, chingado ¿Yo qué derecho tengo a arruinarles la fiesta? Después le di un buen golpe a Octavio y me bajaron en plena calle. Ahí es cuando te llevas ambas manos a la cabeza y exclamas: estoy jodido. ¿Te acuerdas que te dije que todo había sido a escondidas? Pues mira que mi cuñada si es bien oportuna.


Cuando llego a mi casa, reviso mi celular y me encuentro con el chingado juicio final: 3 llamadas perdidas de Rosa, y una llamada en proceso…


sábado, 22 de agosto de 2009

Crónicas taximétricas I


Era viernes y el mediodía gozaba de un esplendor caluroso que me molestaba enormidades. Me recargaba sobre el poste de un semáforo, entre dos avenidas más o menos concurridas. La hipótesis que había formulado unas horas atrás se estaba volviendo realidad, pero sólo a medias. Había pensado que, a esa hora de la tarde, sin duda habría demasiados taxis en la calle, y que, por supuesto, alguno de ellos se detendría y me llevaría a mi destino, que por lo demás, ya se me estaba convirtiendo en algo inalcanzable. Bien, ahora que estaba ahí viviendo la situación en la que supuestamente mi hipótesis se comprobaría, bajo un sol que siempre me ha caído mal y una humedad inexistente (mi transpiración no cuenta), me dí cuenta de que, en efecto, había muchos taxis circulando, pero todos llevaban dentro a personas que ocupaban el lugar que yo tanto anhelaba. Los miraba con un poco de envidia, hasta cierto punto de manera infantil, y giraba la cabeza, buscando algún punto interesante para colocar mi mirada. 15 agobiantes minutos me pasaron por encima, durante los cuales ví pasar a la misma cantidad de taxis con pasajeros a bordo. "Esto no sirve", pensé.

Cuando estaba comiéndome las uñas, un tanto por ocio, un tanto por ansiedad, divisé a lo lejos a un taxi que lucía vacío. Me imagino que así se debe de sentir la contemplación de un oasis enmedio del chingado desierto de Sonora. Tuve que esperar otros 5 miserables minutos para que el color rojo del semáforo cediera al color verde, ése que siempre me ha caído bien. El taxi se acercó, metí la maleta en el asiento trasero y me senté con todo y mochila en el asiento delantero. Previo intercambio de Buenas Tardes, el taxista me preguntó mi destino.

-A la central camionera, por favor.

Aunque no me gusta mucho detallar la apariencia de las personas, considero necesario describir al taxista que operaba el vehículo al que acababa de subirme. Calculo que tenía unos 30 años. Era moreno, de cabello negro increíblemente engomado, un peinado digno de Mauricio Garcés, unos lentes oscuros estilo trailero y un bigote pobladísimo. En pocas palabras, el tipo aparentaba ser todo un casanova al estilo popular.

Como era de esperarse, el tema de conversación que rompió el hielo (mismo que sólo duró a lo sumo unos 15 segundos) fue el clima. Intercambiamos frases fatalistas, pesimistas y desesperanzadoras sobre el mismo, que si es el año más seco en décadas, que si la lluvia es un mal chiste, que si el calor es un tormento, que si se está acabando el planeta, etc. Los vidrios estaban completamente abiertos, el aire se resistía a correr al interior del taxi, y la plática entró de pronto en un silencio efímero, puesto que la cantidad de autos frente a nosotros iiba aumentando poco a poco. Al mediodía, las avenidas con exceso de tráfico son un regalo típico de algún rincón del infierno.

La avenida se fue vaciando poco a poco y la conversación se reanimó cuando me preguntó el porqué me dirigía a la central camionera. Mencioné que era originario de Lagos de Moreno y que pasaría allá el fin de semana. Este comentario pareció traerle algunos recuerdos gratos a la mente:

-Sí, he pasado por Lagos, y me han dado unas ganas tremendas de pararme...
-Jajaja, ¿y porqué?
-Las mujeres mi chavo, las mujeres, ¡cómo son esas mujeres de los Altos! Híjole, nada más porque iba con mi mamá y mi hermana, si no...


Justo cuando me estaba contando su experiencia sobre la contemplación de las féminas Alteñas, nos detuvimos en un cruce con semáforo con la luz roja. Saludó a un familiar/amigo/conocido suyo que se encontraba en el auto de nuestra izquierda, y posteriormente fijó su atención en unas mujeres de aspecto un tanto vulgar, quienes conversaban con un motociclista adolescente. "Estas mujeres de hoy, ya no se dan a respetar, fíjate la ropa que usan", me dijo con una aparente consternación. A pesar de que no estaba seguro de la honestidad de su preocupación, no me atreví a hacer señalamiento alguno y le hice saber que estaba de acuerdo con su teoría. No obstante, el tema de "las mujeres de hoy" estaba lejos de morir. Me contó cómo fué que, en una ocasión, una mujer joven, poseedora de un estado alcoholizado al estilo decadente, lo estafó a media noche.

La mujer en cuestión, de unos 25 años aproximadamente, se encontraba borrachísima. De alguna manera pudo tomar el taxi (levantar el pulgar resulta increíblemente complicado en ese estado etílico) y fue sincera, cuando menos durante el primer momento, al confesarle al taxista que no era poseedora de jodido centavo alguno. Sin embargo, cuando nuestro amigo taxista estaba a punto de irse, puesto que su moral no le permitía rebajarse a llevar gratis a alguien nada más por su bonita (y embriagada) cara, la chica le comentó que podía pagarle con "un favor". "Orale, súbete pues", dijo él. Durante el trayecto platicaron de cosas intrascendentes, y cuando llegaron al destino, la chica se bajó y arrojó al interior del taxi un miserable billete de 20 pesos.

-¿Y esto que?- preguntó el taxista.
-Pues es una mamada, como te lo prometí- respondió ella, poniendo así un punto final a la conversación, un jaque mate de antología.

"Yo no se la podía exigir mi chavo, nomás prendió el boiler la condenada", me comentó el taxista con un tono de voz que denunciaba su lamentación. "Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".

El calor seguía siendo agobiante y yo ya estaba inmerso en una cuestión aparte. Faltaban unos 10 minutos para que saliera el camión y yo todavía andaba por ahí a medio camino. Pero como no servía de nada preocuparme, escuché con atención la otra historia que el taxista tenía bajo la manga. Según me contó, alguna vez le tocó llevar a una mujer desarreglada, alcoholizada y enfurecida hasta Un Pueblo a las afueras de la ciudad. El viaje le iba a costar unos 60 pesos, pero a ella pareció importarle poco o nada. "Mire, mi viejo me está poniendo el cuerno ahorita mismo, así que vámonos rápido", dijo ella. Nuestro taxista obedeció sin miramientos ni objeciones.

Llegaron hasta El Pueblo indicado y la señora divisó prontamente a su marido, quien caminaba tranquilamente por una de las calles de dicho lugar. La mujer hizo una rabieta, arrojó un billete de 100 pesos al taxista y se salió corriendo hasta donde estaba su esposo, sólo para darle una docena de bofetadas. El taxista se vió obligado, por ética, moral y honestidad, a gritarle a la señora que no se había llevado su cambio, más sin embargo, ésta lo ignoró y se dedicó con cuerpo y alma a cachetear al sinverguenza de su marido.

"Yo ya no le quize volver a gritar, que tal que me tocan cachetadas también a mí", dijo el taxista.

Llegamos a las afueras de la central, mi reloj marcaba las 3:02 y el camión salía en tres minutos. Quedaron dos porque perdí un minuto buscando dos monedas de diez pesos y una de cinco para pagarle al taxista no sólo el trayecto, sino las historias que acababa de contarme. Nos despedimos y le dije "buena suerte". En los dos minutos restantes corrí a comprar el boleto, luchando contra una maleta que me golpeaba y unos pantalones que se me caían. Por primera vez supe lo que era la prisa en serio, esa que te agobia con lo criminal de su designio: Si no llegas a tiempo al camión, te esperas otra pinche hora hasta que salga el siguiente.

Menos mal que eso no me sucedió, al menos esta vez. Me senté en el asiento del camión a las 3:06...


"Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".

lunes, 17 de agosto de 2009

Pueblo



Mis ojos no me engañan. Eso que se ve a lo lejos, desde la ventanilla del camión, es un pueblito, y estoy seguro de ello puesto que mi catálogo de viajes me ha llevado a una docena de ellos, quizás más por designios del Altísimo que por intención o convicción propia. Que yo recuerde, jamás me he levantado de la cama y dicho "Papá, mamá, vamos a un pueblito". Si, sin duda me estoy acercando a un pueblito en toda la extensión de la palabra. Es una lástima que no tenga razones suficientes como para bajarme del autobús y caminar sus calles polvorientas. El camión va lleno de gente, sobre la cual no puedo opinar mucho. Algunos de ellos vienen, otros van. Vamos entrando al municipio de Encarnación de Díaz, o por lo menos eso es lo que yo creo. Algunos de los pasajeros de este camión probablemente están pensando "vamos saliendo del municipio de Lagos de Moreno". Por eso, insisto, algunos vienen, otros van.

Del pueblito en cuestión no sé mucho. Es más, me atrevería a decir que no sé nada. Sólo sé que el pueblito está ahí, que ha estado durante mucho tiempo en el mismo sitio y que ahí permanecerá un tiempo más, por lo menos hasta que se acabe el mundo, o se extinga la gente que lo habita. El camión se orilla a un lado de la carretera (éste camión es de esos que se detienen cada que ven un pulgar levantado) y se suben varios personajes. Estudiantes, rancheros, mamás e hijos, todos con un rostro justificable de incomodidad. Según mis teorías, los estudiantes se dirigen a Aguascalientes, los rancheros a algún otro rancho que se encuentre a medio camino, y las mamás con sus críos probablemente bajarán en alguna calle de Encarnación de Díaz. Todavía faltan incontables momentos para que se lleve a cabo alguno de esos acontecimientos. Mientras tanto, veo por la ventanilla al pueblito, que de alguna forma me observa con sus paredes de adobe y sus rejas azules, con las milpas abortadas y las vacas esqueléticas.

martes, 4 de agosto de 2009

El predecible fin de lo que nunca pudo comenzar


Una vez que te sales del agua, las voces que te corrieron dejan de ser perceptibles. Y aunque la mayor parte del planeta es de agua, las voces no te seguirán hasta el desierto. Ay! peces que nacieron escorpiones! Enturbiaron el agua, queriendo borrar para siempre el olor de las flechas de ese arquero virgen, dejando aquel estanque libre de intrusos para así llevar a cabo su inevitable metamorfosis. Y es verdad que ahora que ya no es bienvenido, aprenderá a sacarle jugo a las piedras.

Qué camino seguir? Qué camino hacer? Por donde empezar? El estanque, sus voces, su consistencia... Todo ha quedado atrás, como un sueño matutino y ocasional. El arquero sale del bosque, aquel que alguna vez fue hermoso. Hoy no parecía ser real, todo era tan etéreo. Se internó en el desierto, viendo, a lo lejos, unos cerros majestuosos, dueños de una tonalidad verde impactante. Esa es su meta, ése el objetivo.

>>Acaso importa ya cualquier cosa? Me vendría mejor encontrarme con una ruta alternativa, subirme al lomo de algún ave gigantesca, adentrarme en el tunel de alguna bestia subterránea. Todos los caminos llevan al cerro. Todos, menos el que lleva al estanque de donde provengo...